martes, octubre 10, 2006

Yo le escribo a un hombre

Yo le escribo a un hombre.

Yo le escribo a un hombre que conocí mediante la palabra, que se dibujó con mayúsculas y tildes bien puestos, que me hizo saber su pensar con adecuadas comas y su sentir con vocablos simples en declaraciones rebuscadas. A este hombre al que le escribo lo conozco perfectamente, él se ha abierto como un libro -ya he dicho que lo conocí mediante la palabra-, un libro del que poseo la primera edición y el único ejemplar. ¡Oh, libro mío, he de leerte hasta memorizar cada página, cada párrafo! Mas no sus versos, porque este libro no rima, este hombre no es un cursi poeta, este ejemplar denuncia con la palabra, se denuncia, y así es como lo he conocido de manera tan acabada, el lenguaje guarda los secretos -el cuerpo no- Y YO SÉ LEER.

Yo le escribo a un hombre, hombre-libro, hombre-no-poeta, hombre-confesor, confesor que confiesa sus deseos y pecados tal vez mintiendo y de nuevo pecando, todavía deseando -¿deseándoME?-. Confesor que me confiesa, que me extrae la verdad, que me obliga a confesar, sin jamás pedirme que lo haga, sin nunca ofrecerme una salvación y un perdón, sin la mínima insinuación de una promesa al paraíso y la gloria… sin haber yo pecado… podría inventar que lo he hecho, podría fabricar infracciones a los diez mandamientos, podría realmente cometerlas… y él sería mi confesor y yo quien se confiesa y tendríamos una relación.

Yo le escribo a un hombre, un hombre-libro, hombre-único-ejemplar, hombre, hombre, la palabra, la palabra, te la leo, te recito, tus vocablos suenan tan bien en mi voz, pero no son ninguna música; tus vocablos se modulan tan bien en mi boca, pero no son ningún beso -¿besaME?-.

Yo le escribo a un hombre que conozco a la perfección, más que a la palma de mi mano, pues nunca he analizado mi mano, nunca he entendido tal dicho y siempre me ha preocupado el que exista gente que invierte su tiempo en memorizar el recorrido de los pliegues de su piel, los colores de las venas, la posición de los lunares que tal vez hay… es preocupante tal inversión… no han de ser hombres de negocios, y yo le escribo a un hombre que conocí mediante la palabra y a la perfección. Sé exactamente qué frases susurradas en su oído harían existir su voz; sé exactamente qué silencios gatillarían el gorgotear de literatura en sus manos; sé exactamente qué finales harían ver arte en sus ojos y sé cómo hacerlo olvidar que el arte importa. ¡Olvídate, hombre! ¡Olvídalo todo! ¡Olvida la prudencia, la adecuación, la coherencia, la cohesión! Olvida el arte de vivir y seré tu cultura. Olvida que hay que cuidar los sueños para no despertarlos y seré tu realidad. La palabra es hermosa, es infinita, inmortal, y tú también lo eres porque te conocí mediante la palabra y el medio te forma y terminas siendo el medio y eres hermoso, eres infinito, inmortal, eres palabra, por eso te ruego que la olvides pues no puedo hacerle el amor a una letra, masturbar un texto, amar una abstracción, asumir que eres una idea… Olvida y yo aprenderé otras cosas sobre ti, juro aprender a la perfección, como siempre… aprenderé con qué frecuencia respiras, aprenderé si mientras besas miras, aprenderé a reconocer tus mentiras, aprenderé la temperatura que soporta tu cuerpo antes de sacarse la ropa, aprenderé si tiemblas cuando tocas, aprenderé cómo me mojas, aprenderé cuánto escuchas de lo que hablo, aprenderé a montarme en el orgasmo, en tu regalo… Aprenderé si tu palabra se parece a tu ser.

Yo le escribo a un hombre bello que no deja oraciones inconclusas, dispara siempre un punto final… yo gusto de los tres suspensivos y no sé distinguir bien cuándo él pretendió un aparte…

Yo le escribo a un hombre que inventó un nuevo amor, inventó una nueva manera de amar, plagió un sentimiento ya existente, lo deformó, lo monstruoficó y lo encontré bello y lo amé. Es un amor original. Es un amor exasperante. Es un amor ligero, liviano, se lleva como un collar al cuello y todos perciben que te adorna mas no ven el ornamento -porque es inventado, porque es nuevo-. Es un amor lindo como una joya, inútil como una joya, duradero como el metal más noble pero sin su valor. Este amor es como un niño, tan liviano, tan frágil, que con sus colores nuevos, sus olores recientes, sus imágenes primeras, su belleza virginal brinca flotando con delicadeza al lado de nuestra vida, sin envejecer… también sin madurar. Se desliza a nuestro lado, nos hace reír con sus juegos, con sus travesuras demasiado infantiles para ser dañinas… para ser tomadas en serio… Este niño nuestro a veces se come toda su comida y se hace fuerte, quiere ser grande, hacer cosas de grande, y se desespera cuando nosotros, sus papis, le hacemos ver que aún no puede aspirar a tanto, que es muy pequeño, que se puede lastimar -su papá más que nada-. Y este niño, que es nuestro amor, se taima, patalea, ¡yo quiero, papá!, ¡yo quiero ser grande!, ¡no me trates como un pendejo porque no lo soy! Y en ese momento se da cuenta que sí lo es, porque esa palabra tan brusca, tan obscena no cabe en su boquita nueva… tampoco la palabra sexo… Y nuestro amor es un niño, y yo le escribo a un hombre -¿amaME?-.

Yo le escribo a un hombre que inventó un nuevo mecanismo de amor, un amor que se parece a un niño sutil; sin embargo, a veces deja de ser niño para mutar en oso, conservando su inocencia y ternura, adquiriendo su imponente majestuosidad. Este amor se me hace oso, y sé que al hombre a quien le escribo no le ofenderá la comparación, hay quienes emiten analogías con flores, atardeceres y otras bellezas obvias, no obstante, él no me juzgará en mi figura literaria porque al hombre el que le escribo es un hombre-no-poeta… no requiere cacofonías para ser poema, para ser arte, pero ya manoseé ese punto y acordamos olvidarle, olvidar el arte y sus derivados -¿manoseaME?-.

¡En fin! ¡Yo le escribo a un hombre! Yo le escribo a un hombre que fabricó sin intención conciente otro amor, y yo digo que ese amor se me hace un oso. Oso majestuoso, imponente, digno de respeto; nuestro amor es un invento, es nuevo, lo que no exime la solemnidad. Este oso no se toma a la ligera -aunque camine ligero-, cuando el hombre al que le escribo y yo nos congregamos en la palabra confesando, sin necesidad de advertencias, asumimos que es un acto serio. Serio y bello. ¡Qué lindos son los osos! Oso fuerte, desde nacido posee la potencia para derribar realidades -cosa que no hará hasta que lo estime absolutamente necesario-, y la conserva a medida que crecen sus pelos. Existen otros osos, pero cuando éste abandona su cueva, cuando desiste de invernar, todos los otros son restados, despojados, de su importancia… Simplemente este oso es más fuerte; simplemente su pelaje nos sume más en admiración; simplemente su natural magnitud amenaza con vencer al depredador -y al par si fuera imprescindible- y se confunde otra vez con el niño rebelde que quiere, que se impone, que te hace creer que puede, que puede, y tal vez podría, pero vuelve a ser oso y vemos cómo ruge, sin alcanzar a oír su rugido… sin alcanzar a ver si hubiera podido… Oso que inverna sin que se haga invierno, oso que se guarda en su cueva entre cordilleras y el hielo lo conserva, pero no hace frío, pero no es invierno, y el oso sigue siendo oso y el oso es nuestro amor. Oso que inverna, sin esperar una estación determinada para despertar, los rayos del sol y las gotas de la nube lo tientan por igual. Oso temporero que ruges sin sonido y con majestuosidad para luego desaparecer en tu albergue. Oso que inverna, oso temporero, oso desaparecido, y aún así, no te extraño. Este oso se autoexilia de nuestras vidas sin drama, sin pena ni gloria, sin lágrima, para invernar tiernamente, sin congelarse hasta la muerte y sin darnos la sensación de que ya no está, aunque ya no esté, sin volcarnos en la nostalgia de la ausencia… y vuelve a ser niño, porque así pasa con los niños, antes de nacer no se extrañan, no se aman, la familia se conforma por dos, un tú y un yo, y cada tú y cada yo lucha por el bien común. Pero la alegría de los progenitores al nacer el niño, es como la alegría de toparse con la existencia de la palabra… Y la desilusión al no leer lo deseado, como la pena de que el hijo no sea del sexo esperado.

Yo le escribo a un hombre, y recuerdo que, de hecho, es hombre, no oso a quien no poderle hacer entender, no niño a quien tener que entender, sino hombre, ¡hombre! Hay hombres que han inventado aviones para conquistar un sueño, Hitler casi eliminó una raza en pro de su sueño, Martin Lutter King movió masas porque tenía un sueño, y este hombre me regala un amor inventado, un amor niño, un amor oso y palabras… ¿por qué no me regala, simplemente, amor? Entonces es cuando sufro y me sumerjo en decepción y frustración: no estoy entre sus sueños. Por eso no ha inventado un avión, ni eliminado una cordillera, ni movido masas: no soy uno de sus sueños. Tal vez, cuando se topa con mis palabras, ingenuamente piensa que sí soy uno, me lo cuenta, me lo explica… ¡Pobrecito!, no se da cuenta, mientras me lee, que no soy sueño, soy fantasía… ¡Pobrecita!, no me quiero dar cuenta, que mientras mis palabras no se le escriben, son otras sus sueños, con otras cumple fantasías…

Yo le escribo a un hombre. Yo le escribo a un hombre… porque eso es todo lo que le puedo hacer.



05/01/06