lunes, diciembre 24, 2012

Carménère


Todo comenzó con un cuento que quizás le escribí. Continuó con los que él efectivamente escribió, robándose pedacitos de gente, exaltándolos, deformándolos. Se acentúa con textos antiguos que les escribí a hombres insignificantes que amé y embellecí con mis palabras. Y se evidenció con los poemas que él admira y sueña haber escrito.

Sus ojos amarrados a los míos y sus labios saboreando cada verso, queriendo que entibiaran mi piel, incrédula aún, no puede ser, debo estar imaginando esto, debo estar exagerando la percepción, un hombre adulto, inteligente, atractivo, amante de la literatura como él no puede estar seriamente tratando de aproximarse coquetamente a una chiquilla que nació cuando él estaba en segundo año de abogacía…

-¿Te das cuenta que es evidente que, si estuviéramos solos en este momento, estaríamos desnudos?

El restaurant enmudeció y sólo escuché el trinar de su copa al tocar la mía, despertándome del sopor de la vida a una realidad que ocurre mientras todos trabajan, comen y aman normalmente, que se desarrolla paralela y escasa, y que sólo sospechamos al gozarla en películas y novelas, como espectadores siempre.

Siempre, pero no esa noche de vino, donde fuimos personajes principales y único elenco.

Fui consciente entonces del juego de mi pelo, de mis dedos en la boca, de mi sonrisa provocadora, de mi escote perverso; de sus palabras como hechizos, de su cuerpo atlético, de su corazón herido, de la ironía como defensa, de su mano en la mía, de su sed intensa.

Y fui el vino, burdeo en mis labios, sin derramarse en los suyos, como una leve tortura de emperatriz. Entonces, él dejó de ser hombre y fue espejo, al mirarlo no veía nada más que mi reflejo, mi figura exaltada, mis pestañas de Cleopatra.

Todo lo atractivo de él era yo misma, y si tocaba su mano era por sentir mis dedos hábiles, si le dirigía algún elogio era sólo por escuchar mi voz, si confesaba mi corazón era sólo por convertirlo en mi esclavo. Y me vi.

Hombre, eres útil más allá de los placeres del cuerpo, eres accesorio que me muestra quién soy, quién puedo ser.

Sentí el Carménère de mi sangre, uvas en mi boca, el viento en mi vestido, la tierra sometiéndose a mis pies. Yo era dueña de ese lugar, podría romper las copas si quisiera, subirme taconeando a la mesa, desnudarme y gritar: espejito, espejito, ¿quién es en la tierra, de todas, la más bella?

-Quisiera alargar este prólogo para siempre –me dijiste, pero en mi pecho este era el clímax, no hay nada que puedas ofrecerme más fascinante que lo que ya me revelaste, y eso te hace mágico, espejito mágico.