lunes, enero 15, 2018

Nombres

Abrí la llave, y como quien prepara un conjuro, un mágico brebaje, vertí los ingredientes: sal de mar, burbujas, algunas esencias. Prendí una vela, puse música acorde, traje mi copa de Amaretto Di Saronno y los cigarros, y cuando estuvo todo dispuesto, el agua tibia, me desnudé y sumergí en la fantasía del relajo, en mi propio estereotipo de amor propio y paz. Al fin, un momento sólo para mí, sin deberes, sin apariencias, sin más juicios que los míos.

Juego con la espuma y dejo a mi cuerpo que se sienta liviano, mecido por el agua. Intento que mi mente haga lo mismo, pero todas las canciones hablan de amor…

Y entonces, llega a mí una avalancha de nombres, de hombres, de historias que ya tuvieron final. De pronto, esta tina se transforma en un mar intranquilo, y como olas, me embisten sus recuerdos.

Esa manera en que Patricio me decía “Buenos días, bonita, te he pensado todo el fin de semana, estoy ansioso por verte, todos se van a dar cuenta de cómo me brillan los ojos cuando llegas, es que no puedo dejar de mirarte, mi bonita”, con una ternura que sorprendía a mi niña herida, que entibiaba mi corazón y despertaba mis ganas de jugar, de saltar, de abrazar a ese hombre con el que podía ser débil y vulnerable.

Esa manera en que Javier me tomaba en sus brazos y en la cama me decía “Eres una loba, eres una fiera, eres mía, eres mía”, con una pasión que habría derrumbado el mundo entero entre mis piernas, apagando la luz del sol con un gemido y el suspiro final.

Esa manera en que Marcos me miraba hasta el más profundo dolor del alma y me decía “Eres perfecta, eres perfecta, tu cuerpo, tu inteligencia, tu independencia… Maga, hechicera, ¿qué me has hecho que todo me recuerda a ti?”, haciéndome sentir admirada, aceptada, vista realmente, descubierta detrás de mis máscaras y escudos.

Esa manera en que Etienne me cuidaba y desplegaba París para que me acogiera en su belleza y me decía “me encanta tenerte aquí, estas noches en que he dormido contigo, realmente he podido descansar, me das paz”, haciéndome sentir especial, importante, un verdadero trofeo que orgulloso presentó a sus padres, a sus amigos y paseó por toda su región natal de Bretagne.

Esa manera en que Roberto parecía el hombre perfecto para mí, todo lo que siempre merecí: inteligente, alto, guapo, exitoso, independiente, soltero, sin hijos, gerente general de una empresa a los treinta y dos años, con un maravilloso acento español, con interesante conversación, y me decía “soy muy orgulloso, vas a tener que decírmelo nuevamente, pero esta vez, te tengo que creer que lo dices de verdad”, con su exigencia que despertaba en mí unas ganas de someterme a sus pies y rendirme, sintiendo que al fin había encontrado quien podía llevarme a salvo y protegerme.

Esa manera en que Villanueva me buscaba aun cuando lo dejé ir, aun cuando no tenía cómo contactarme, me encontró, y cada cierto me decía “Hola guapa, hoy me acordé de ti, ¿qué haces hoy?”, que me hacía sentir como una mujer que deja marca, huellas profundas, inolvidable.

Los nombres, hombres, recuerdos, olas reventando en la orilla de mi vientre húmedo, sube la marea y siento el impulso de nadar hacia ellos, de volver rauda a esos momentos en que las canciones cobran sentido, ya no siento hambre, ni sed, ni siquiera ganas de fumar, sólo de intentarlo una vez más, de sentirme la mismísima isla del tesoro a los ojos de esos marineros que zarparon de mis corrientes, cuyas palabras me hipnotizaron como cantos de sirena, tan bellos, tan melodiosos en sus labios, que me hicieron perder el rumbo, directo a la tormenta, con tal de sentirme niña, amante, perfecta, cuidada, afortunada, especial. ¿Y qué pasa si esta vez sí? ¿Qué pasa si esta vez no naufragamos y me dicen lo que quiero oír? Tal vez ya ha pasado la tempestad y, en mejor clima, podemos navegar hasta el horizonte…

Tomo el celular, y en un arrebato irreprimible quiero llamar a Patricio. Entonces, como un rayo penetrando el mar, recuerdo que el mismo que me decía “bonita, eres el tesoro que tuve la suerte de descubrir, le has dado un sabor distinto a mi vida, me has hecho volver a sentir”, el que me enseñó a cocinar pie de limón y siempre me dejaba una dulce sorpresa en mi escritorio cuando podíamos vernos en el trabajo, el que se quedaba mirándome y acariciándome el rostro como si yo fuera una aparición, una especie de princesa que él no creía llegar a merecer, él, Patricio, es el mismo que no luchó por nuestro amor. El mismo que ante la complejidad de tener que compatibilizar su tiempo con su hijo y conmigo, ante la primera pelea, decidió por ambos terminar lo que apenas comenzaba; el mismo que cuando le dije que me iría, ni siquiera intentó detenerme. Mediocre. 

Dejo de lado el celular. 

Y lo vuelvo a tomar, sintiendo un deseo intenso de llamar a Javier. Entonces, como un motín, recuerdo que el mismo hombre que llegaba a mi departamento casi corriendo ante mi invitación y que, al yo abrir la puerta, me capturaba en un beso contra la pared, tantas noches de piel, clavando su mirada en mis ojos, rasgándome la piel aferrándome a él y me decía “eres la mejor, ¿por qué eres la mejor en todo?”, tan hombre, tan masculino en su tacto brusco y suave a la vez, él, Javier, es el mismo que luego me dijo: “sí, te quiero, pero quiero más mi libertad”, destrozándome toda esperanza, casi sentí el sonido de mi corazón al quebrarse, ¡maldito!, no me bastaban tus noches, yo merecía tus días también. Es el mismo que tuvo miedo a enamorarse de mí. Cobarde.

Mis dedos buscaron impacientes el número de Marcos. Entonces, como si se partiera el mástil de mi barco, recuerdo que el que plasmaba poemas describiéndome como un fruto primaveral, y me exaltaba como la protagonista de una novela milenaria, él, Marcos, es el mismo que sólo ante mi pregunta directa me confesó que estaba casado y tenía dos hijos, el que semana tras semana me hacía esperarlo, para luego cancelar por alguna contingencia o panorama familiar. Sinvergüenza.
Etienne es el mismo que nunca me pudo hacer sentir nada en la cama. Roberto es el mismo que nunca más me invitó a salir. Villanueva es el mismo que sigue eligiendo a su novia.

Todos los nombres, todos los hombres, así como me deslumbraron y llevaron a sentir como una estrella en el cielo, luego decidieron dejarme en la más absoluta obscuridad, como un vestigio de la tempestad, casi ahogándome en la inclemencia del oleaje, apenas arrastrándome para alcanzar la arena. Los mismo, son exactamente los mismos.

Y, súbitamente, como un haz de luz que se abre paso entre las nubes, la verdad, la certeza. Ya no es autocontrol, ya no es estrategia, ahora sinceramente no los quiero llamar. La idea de dejarles un mensaje, carnada para ver si pican, se me hace una traición, imperdonable ultraje hacia mí misma, masoquismo, autoflagelación. Como si yo fuera un nombre, un hombre más, otro que promete y no cumple, otro que ama y olvida, otro que pide y no da, uno más que se acerca tanto y luego abandona. Y ya no es culpa de ellos, ya no serían ellos los bandidos, los piratas; si los vuelvo a llamar, si me volviera a aventurar en esos mares, sería yo la que se expone al desprecio, al silencio, sería yo la que voluntariamente se tiraría borda abajo, y contra toda razón, negara la irrefutable evidencia de que no me han amado, que pueden haberme visto, valorado, deseado, incluso apreciado, pero que no me acompañarían jamás a surcar los océanos hasta el atardecer.


Entonces, como un conjuro y acto de amor, apagué el celular, tomé la toalla y salí de la tina.