Nunca pude verle completamente, sólo el reflejo de labios finos y un mentón firme que me mostraba cómplice, como un secreto incontable, el reflejo de la ventana a su derecha. Sentada tras él, me enamoré de la posibilidad de protección de su espalda ancha y el fino cuello claro me llevaba a un cabello castaño que podía adivinar suave. Un audífono adornando su oreja izquierda, perfecta, y mi mano diestra tan cerca de ella, apoyada en la manilla de su asiento. Pasamos por un túnel y él no sabe que aproveché la oscuridad para rozar su camisa celeste a cuadrillé, que ha tenido el placer de su piel.
Mira el paisaje, sólo edificios y gente, y yo lo miro a él mientras gira su ángulo de visión, regalándome el conocer sus pestañas largas que protegen ojos cuya tonalidad y lágrimas tal vez siempre me sean un misterio, porque tal vez nunca pueda verle completamente y saber si es posible que un rostro atractivo acompañe esa espalda imponente e ideal, un día cualquiera, en una micro más, dentro de la rutina de la gente normal.
En un bostezo se denuncia la magnitud de sus manos que cubren una boca muda a mi existencia tal vez para siempre, irreversiblemente. Tal vez…
En fin, ¡que se quede con su rostro!, conocimiento que me será prohibido a perpetuidad; él tampoco nunca sabrá bellezas de mí, la hermosura de un poema dramático, de mi intento desesperado por alcanzar los trancos de sus pasos antes de que me robara sus rasgos el cierre irremediable de las puertas del metro, antes de poder estirarle mi brazo y entregarle esta hoja que tiene en su última línea mi correo y una petición: “Sólo léelo y devuélvemelo, por favor”, bajo riesgo de perder lo único que tengo de ese hombre: un boceto imaginado, un retrato hablado de su perfil, para mí la más absoluta verdad de ese hombre, del que, sin jamás verle completamente el rostro, me enamoré.
Mira el paisaje, sólo edificios y gente, y yo lo miro a él mientras gira su ángulo de visión, regalándome el conocer sus pestañas largas que protegen ojos cuya tonalidad y lágrimas tal vez siempre me sean un misterio, porque tal vez nunca pueda verle completamente y saber si es posible que un rostro atractivo acompañe esa espalda imponente e ideal, un día cualquiera, en una micro más, dentro de la rutina de la gente normal.
En un bostezo se denuncia la magnitud de sus manos que cubren una boca muda a mi existencia tal vez para siempre, irreversiblemente. Tal vez…
En fin, ¡que se quede con su rostro!, conocimiento que me será prohibido a perpetuidad; él tampoco nunca sabrá bellezas de mí, la hermosura de un poema dramático, de mi intento desesperado por alcanzar los trancos de sus pasos antes de que me robara sus rasgos el cierre irremediable de las puertas del metro, antes de poder estirarle mi brazo y entregarle esta hoja que tiene en su última línea mi correo y una petición: “Sólo léelo y devuélvemelo, por favor”, bajo riesgo de perder lo único que tengo de ese hombre: un boceto imaginado, un retrato hablado de su perfil, para mí la más absoluta verdad de ese hombre, del que, sin jamás verle completamente el rostro, me enamoré.