jueves, abril 29, 2010

Leer por gusto

Con este cuento gané el Primer Lugar Nacional en la categoría de 15 a 18 años del concurso Leer por Gusto, del Ministerio de Educación e Isabel Allende. Ese debe haber sido el día más feliz de mi vida. Gané mil dólares y varios libros, pero lo más valioso fue el reconocimiento de saber que lo que escribo por gusto, gusta a otros.


-¡¡¡VALE!!! ¡Apaga esa televisión y haz algo productivo!

Productivo/a: “1. Que produce, capaz de producir: terreno productivo. 2. Que produce utilidad, ganancia: empresa productiva”.

Con esa definición de mi diccionario enciclopédico Larousse, a los nueve años, poco podía hacer, pues carecía de un terreno y era muy pequeña para tener una empresa… Así que volví a encender la televisión…

-¡Valeria! ¡Hija! ¡¿Hasta cuándo ve tele?! ¿Por qué no hace algo útil como su madre o como su hermano?

Bueno, ahora sí tenía parámetros más asequibles, pero no por eso más agradables… Mi mamá pasaba todo el día en las labores de la casa, limpiando, cocinando, ordenando, comprando, planchando, lavando, etc, ¡¿y se suponía que yo tenía que hacer todas esas cosas también?! Pero, ¿para qué? ¿Qué íbamos a hacer con dos almuerzos? ¿O con dos bolsas con el pan? ¿Qué limpiaría yo, si ella ya lo había hecho? ¿Qué ordenaría yo, si ella ya había puesto todo en su lugar? Y en cuanto a mi hermano, bueno, no había mucho que imitar… su día de púber consistía básicamente en asistir al colegio, jugar básquetbol y tirarse en la cama a escuchar música o a leer. Yo también iba al colegio, ¿eso no contaba acaso como algo útil ya? Y juro que había tratado de jugar básquetbol con Franco, pero, o él se resistía a perder el tiempo con una jugadora tan mala, o me llegaba un pelotazo en los dientes. Me quedaban dos opciones, y el hecho de haber escuchado tantas veces el casete de Pimpón hasta rayarle la cinta, reducía todo a una sola: leer.

Leer… Mmm… La verdad siempre había escuchado decir que leer era muy bueno, pero por algún extraño motivo nunca veía a nadie hacerlo -excepto a mi padre, que parecía obsesionado con el tema-. Supuse que era lógico, entonces, omitir las cosas que nos hacen bien, como el deporte y la lectura; y abusar de las que nos hacen mal, como la comida chatarra y las pocas horas de sueño…

Pero por muy lógico que fuera para la sociedad entera, yo todavía tenía que hacer algo útil y al fin sabía qué.

En el living de mi casa había un librero con muchos títulos, unos que parecían tener sólo diez páginas y otros que eran casi mórbidos de contenido, mas esos se encontraban en la sección adulta del estante, y yo ya me había deslizado por el suelo para revisar la sección infantil que estaba en cajón inferior. Varios de los libros allí almacenados ya los había leído por el colegio, de hecho, los habían comprado únicamente por mí. Otros no sonaban muy interesantes –“Las Crónicas de Narnia”, crónicas… eso sonaba demasiado periodístico… y de Narnia, ¡¿quién era Narnia?! Definitivamente alguien con muy mala suerte, pues sus padres parecían haberla querido perjudicar con ese nombre…-; otros eran excesivamente extensos –“Canción de Navidad”, ese sí debía ser entretenido, siempre me gustó la Navidad, pero por la cantidad de hojas que lo integraban, lo terminaría para dicho feriado, y faltaba bastante aún…-; otros estaban muy empolvados, y eso implicaba antigüedad, y eso me significaba prehistoria, y eso nada que me atrajera… En mi ardua inspección me sorprendió mi padre, que parecía sinceramente feliz de haber encontrado a su hijita en esa labor; y al verme algo complicada, se apresuró a elegir algún tomo que supuestamente yo encontraría interesante. Eso debería haber sido muy simpático: ya no tendría que estar moliéndome las rodillas contra el piso, ni rascándome la nariz por el polvo; sin embargo, cuando lo veo entregarme un grueso libro, adjunto a una rotunda sonrisa, me apresuré a sacar el primer texto que tuviera una cantidad de hojas más razonable y objetar que ya me había llamado la atención aquel nombre…

-¿La Porota? ¡Ah! Ese es de Hernán del Solar… sí, es bonito… supongo que está bien para empezar…

¡¿Empezar?! ¿Empezar qué, exactamente? O sea… ¡¿eso quería decir que, después de leer “La Porota” –que no podía sonar más ridículo… genial… noventa y cinco páginas sobre una semilla…-, tendría que buscar otro?! Ay, señor… en qué me había metido…

“Era un nombre demasiado largo para una persona tan menuda. Se llamaba Beatriz María Magdalena de los Ángeles Osorio y Castroviejo. Y medía apenas noventa y siete centímetros. Por eso, tal vez, todo el mundo prefería llamarla sencillamente Porota. Y con este nombre se la conocía en todas partes”.

Bueno, al menos había descubierto en el primer párrafo que el libro trataba sobre una niñita y no sobre una planta o algo similar. Leí unas cuatro páginas más y me dormí con el libro sobre la cara. Honestamente, recordaba muy poco de lo que decían esos dos pares de planas… Si eso era “útil”, pues a mí no me parecía, y no me quedaba gran intención de continuar haciéndolo. Obviamente esas intenciones se extinguieron al escuchar continuamente las preguntas de mi padre sobre cómo iba la lectura, si me estaba gustando, si me sentía identificada con el autor o con algún personaje... Cada vez sus interrogatorios se hacían más específicos y mis respuestas prototipo, menos satisfactorias: “Sí, me gusta mucho”, “Bonito, bonito…”, “¡Súper interesante!”…

-Hijita… ¿Y terminó el libro ya?

¡Claro que no! Se podría incluso decir que ni siquiera lo había comenzado, pero si confesaba aquello, quedaría en evidencia mi mentira.

-Eeehhh… No…

-¡¿NO?! ¡¿TODAVÍA NO?! Pero si ya llevas más de un mes en ese cuento tan cortito…

¡¿Cortito?! ¿Noventa y cinco páginas, con sólo seis dibujos en blanco y negro, le parecía cortito?! Eso era algo absolutamente refutable, pero su rostro reflejaba una mezcla de indignación y desilusión: no me quedaba otra alternativa…

-Sí, pero ya me falta muy poquito… Cuando lo termine te aviso para que lo comentemos, ¿ya?

Su contestación no la conformó más de una palabra, y sus movimientos, varios pasos lejos de mí. Sí, ahora estaba forzada a terminar la historia de la Porota…

Eran las diez de la noche, habíamos terminado de cenar y de ver las noticias en familia –mi suplicio más tortuoso, pues me aseguraba con eso, pesadillas para el resto de la noche-, y luego de ponerme el pijama, me acosté junto a Paloma, mi muñequita de trapo. Extinguí la luz de mi velador, sin embargo mis ojos no conseguían imitarla, tal vez por miedo a soñar las sangrientas historias que había visto previamente por televisión, o tal vez porque mis sábanas se rehusaban a darme calor, o tal vez porque mi colchón simplemente no estaba de ánimo para brindarme comodidad… no sé… El caso es que no podía dormir, y llegué a envidiar a mi muñeca, que con sólo formar un ángulo de ciento ochenta grados, ya cerraba sepulcralmente esas bolitas de plástico que tenía por ojos.

Fue entonces cuando recordé que Porota también tenía una muñeca que dormía con ella en la misma pieza, pero en camitas separadas. Se llamaba Mimí, y era la predilecta de la niña; la llevaba a todas partes, le cantaba, le contaba cuentos, le cocinaba en su cocinita de juguete y la cuidaba a toda hora. Pero un día la pequeña se levantó de su lecho y no encontró a Mimí en el suyo, siendo que estaba segurísima de haberla dejado allí, ¿dónde se podría haber metido? ¿Cómo había podido salir de la habitación? En mis desesperados intentos por dormir, me formulaba estas interrogantes, y pronto me intrigaron tanto que decidí volver a prender la luz y leer un poco, por último para que me diera sueño…

-¡HIJA! ¡¿QUÉ HACE DESPIERTA A ESTA HORA?! ¡SON LAS TRES DE LA MADRUGADA! ¡Cierra ese libro y duérmete, que mañana tienes que ir al colegio!

¿Tres de la madrugada? ¡Imposible! Yo sólo iba a leer un ratito… Pero es que la historia de la Porota y su muñeca estaba realmente entretenida, ¡y era de verdad! El autor me reiteraba a cada momento que eso había ocurrido realmente, y ¿quién era yo para desconfiar de él? ¡Imagina! ¡Mimí le hablaba a Porota y la había invitado a ir con ella a la ciudad de los muñecos! Si Paloma me hablara a mí, sería tan lindo…

Pero yo ya estaba crecidita para andar jugando con muñecas. No era adulta, pero el hecho de confesar, entre los amigos, que aún dormía o me divertía con mis juguetes, era motivo de burla… Todos querían ser adultos. Y yo quería ser como todos…

Esa mañana, mientras íbamos en el auto, rumbo al colegio, mi padre me dio un sutil ultimátum, que me hizo entender la urgencia con la que debía terminar el cuento que tanto me había demorado en leer, porque estaba bastante floja para mis cosas; cuando era pequeña era más responsable y ahora que crezco, me parezco más a los niñitos de mi curso que no hacen nada que les sirva para el futuro; debes cultivarte para ser una persona íntegra y así lograrás todo, o gran parte, de lo que pretendas, hija mía... Por eso pasé los recreos leyendo sentada en los bancos más alejados del quiosco, pues allí se concentraba el ruido de la felicidad de mis compañeros. Muy por el contrario de lo que yo pensé, mi comportamiento no pasó desapercibido. ¿Es, acaso, ley que cuando uno requiere soledad, todos se aproximen a extirpártela; y cuando ruegas que alguien te rescate de ese estado, nadie lo note?

Las primeras en acercarse fueron mis amigas, que me incitaban a jugar en la cajita de arena con ellas, y, por algún extraño motivo que no logré comprender, sí se alejaron, pero enfadadas. Luego llegaron unas cuantas profesoras con ojos preocupados y sonrisas amables, que insistían en si me ocurría algo, o si todo iba bien en mi casa. Después llegó la monjita que siempre estaba en la capilla que me gustaba visitar para encontrar una cuota de silencio -es que a veces la felicidad ajena es TAN ruidosa...-, y me formuló las mismas preguntas que habían hecho mis maestras anteriormente. ¡¿A qué se debía todo eso?! ¿Por qué recibía más apoyo cuando agarraba un libro y buscaba un poco de tranquilidad, que cuando lloraba por las crueldades de mis compañeros? ¡Irracional! ¡Simplemente irracional!

Preferí ahorrarme comentarios, en una de esas así también ahorraba tiempo para finalizar, por fin, el tan nombrado cuento, que cada vez se ponía más emocionante: Porota había ideado un plan para salvar la ciudad de las muñecas de una invasión de murciélagos chupa-aserrín. Le mostré el libro a la monjita y pestañé un par de veces. Ella sonrió amablemente, al igual que lo habían hecho las profesoras, sin embargo no vi en sus ojos preocupación, tal vez porque los cerró... No pronunció otra palabra, mas tampoco ejecutó otro movimiento, se quedó a mi lado, imperturbable. Por mí, mejor...

Finalmente, se acercaron a mí, y a mi nueva acompañante, dos de los más valientes niños de mi curso, los únicos que se atrevían a hacer lo que todos los otros querían hacer, y me preguntaron por qué no iba a jugar como los niñitos normales. Me sonrojé. No pude evitarlo, me estaban tratando de anormal por darle en el gusto a mi padre con su endemoniado acto útil, que ahora también me daba en el gusto a mí, arrastrándome a la anormalidad. La monjita abrió los ojos y, pasivamente, como siempre, se dirigió a ellos:

-¿No la ves que está leyendo?

-¿Y por qué lee? Eso es súper fome.

-Porque le gusta la literatura, como a los grandes.

Sus últimas cuatro palabras aseguraron un respeto, de parte de todos mis compañeros, por el resto de la enseñanza, que todavía le agradezco a esa monjita que no logró enseñarme más oraciones que el padrenuestro y el avemaría.

La Porota salvó la ciudad y le asignaron el título de Muñeca de Trapo Honoraria para siempre jamás. Mi padre fue feliz por los pocos minutos que duró nuestra crítica literaria, y luego su carácter se volvió exigente y menesteroso de sonrisa, a la espera de mi próxima lectura, que esta vez pretendía escoger él. Paloma recibió la atención que yo había dejado de darle por vergüenza a ser quien era: una niña aún. Y yo… Yo cerré mi niñez en esas páginas, y abrí mi madurez en otras. Guardé todo lo relacionado con ese mágico mundo de las muñecas y las tacitas de té en un título que debo haber leído unas cinco veces, en busca de la inocencia que me obligué a perder, para ser grande, para ser como todos…

Qué paradójico pensar que lo que empecé a hacer para ser como el resto, me llevó exactamente a un grupo poco popular; a un grupo reducido de aficionados a la literatura, que juegan a ser escritores, que fantasean con la idea de un título propio en una librería, y que luego ríen sonrojados de sólo haberlo pensado; a un grupo de tímidos aficionados que hoy escriben sobre lo que les hizo sentir un relato específico, algunos en busca de un premio, otros en busca de reconocimiento, habrá algunos que lo hacen en busca de asesinar el tiempo con algo productivo… yo lo hago en busca de una reconciliación con mi niñez, con la Porota, con Paloma, y con todos los libros de mi estante, pues los juzgué por la cantidad de páginas o sus nombres, y no por su contenido.

“La Porota”… ¡¿Qué clase de libro es ese para el análisis de una adolescente de diecisiete años, aspirante a escritora, postulante a un concurso de Isabel Allende?! Simplemente el mejor que pudo escoger. Porque habría sido muy pomposo escribir profundos análisis con rasgos de tesis de título, con densas narraciones sobre extensos textos clásicos y mundialmente reconocidos autores, y puede que resulte efectivo para el ganador de este concurso, pero yo leí que el propósito de éste era ver el efecto de un libro en el participante, y, para mí, “La Porota” produjo uno de los efectos más preciados: leer por gusto.