En Valparaíso todos los niños hacen sus tareas. No me lo vas a creer, pero es así. Nadie se atreve a no comerse toda la comida o a no lavarse los dientes después de cada ritual alimenticio, pues nadie se arriesga a que se le niegue la autorización para asistir a la magistral Calle del Niño.
Cada domingo la Avenida Pedro Montt se viste de colores llamativos, globos, chayas y cintas, y en la huella lineal del pavimento desfilan personajes de asombro para todos los infantes: grandes carabineros, con imponentes atuendos verdes, que han cerrado el tránsito para llevar cabo la esperada fiesta; payasos con exageradas sonrisas rojas y risotadas tronantes; malabaristas con pelotas de goma, diávolos, clavas, aros; mujeres gatunas que en las veredas convierten, con maquillaje, a niñas gatunas; parvularias que entregan tizas e incorporan a quien quiera pintar el suelo; caballeros dueños del sabor del cielo en forma de algodón de dulce rosado; señoras amas de la fragancia de la felicidad que transportan en sus carritos rojos y venden como cabritas…
Alonso sentía esa fragancia y sabía que le era ajena, su boca se le hacía agua por cielo y sabía que era demasiado gris para algo tan rosa. Siguió recorriendo la Calle del Niño, haciendo caso omiso de lo deseado, en busca de un lugar que le permitiera disfrutarla sin requerir necesariamente de los padres que no lo acompañaban. Sintió un fuerte golpe en su abdomen que lo obligó a agacharse, y sólo alcanzó a notar el cuerpo de un niño que arrancaba entre gritos desgarradores. Cuando al fin pudo alzar su cabeza de nuevo, la tapó rápidamente con sus manos y se arrojó al piso, pues una persona de mil metros avanzaba en pasos largos, lentos y monstruosos con unas piernas cuatrocientas dos veces más grandes que las suyas.
-Es un hombre en zancos, hijo, tranquilo – es lo que trataba de explicarle el progenitor a su heredero mientras lo consolaba en brazos, pero a Alonso nadie le podía dar a entender qué eran los zancos ni qué hacía tamaño gigante en un lugar para la entretención de niños, así que permaneció escondido entre sus brazos, rezando que desaparecieran monstruo, padres, madres, hijos, vendedores, payasos, chayas inadecuadas que dificultaban su respiración en conjunto con el polvo del pavimento… hasta que se vio obligado a abandonar su posición, pues así se lo solicitaba una obesa señora con delantal a cuadrillé verde que con una voz feliz le preguntaba si estaba bien y si quería pintar con los otros niños.
Al fin tiza en mano y arrodillado en un grupo de niños como él, entre ellos furtivamente… y no sabiendo qué dibujar. Había unos trazos blancos en el piso formando una casa, obra de un niñito rubio de ojos azules; pero Alonso no podía imitarlo, porque él no tenía un hogar. También vio un retrato que pretendía reflejar una mamá, un papá y a la autora de manos blancas y vestido rosa; pero Alonso no podía imitarla, porque él no tenía una familia. Por último, se fijó en el movimiento alegre que realizaban los dedos de un morenito gordito bien vestido que ya terminaba un gato pelirrojo y felpudo que jugaba con una bola de lana; Alonso supo que podría imitarlo, porque él sí tenía una mascota: un perro fruto del coito indebido entre una labradora y un pastor alemán, llamado tiernamente “Quiltro” y asediado despiadadamente por pulgas amigas.
Al fin tiza en mano, arrodillado en un grupo de niños como él, entre ellos furtivamente… y sabiendo qué dibujar, estaba Alonso, ensuciando el pavimento con un desproporcionado ser de cuatro patas que jugaba con basura, cuando llegó por el aire un agradable silbido. Al parecer no fue el único que lo percibió, pero sí el único que no entendía su real significado. La totalidad de los niños abandonaron inmediatamente las tizas por las que se peleaban y los dibujos en que emplearon tanta dedicación, para salir corriendo en violenta estampida al encuentro con el sonido dulce. En un par de segundos, Alonso se quedó solo, lo perdió todo, tiza, perro desproporcionado, posibles amigos… Pero en un par de segundos más, observó cómo volvían corriendo, ya no violentamente sino eufóricamente, con un globo que les vendió quien silbaba y les compró quien los cuidaba.
Era un juego desatado. Cada niño había elegido un color, y perseguía por toda la calle a quien tuviera el mismo; se cambiaban globos, se disputaban en mortal duelo, se convertían en ranas y en príncipes azules, se reían y volvían a correr. Alonso debió levantarse del piso para no ser aplastado, y para no presenciar cómo todos disfrutaban de algo a lo que él no podía acceder. Vagó por las veredas, intentó silbar. Y cuando las risas de los niños con globos fueron más fuertes que el aire que pugnaba por hacerse sonido desde su boca, se apoyó en un árbol viejo para que su cuerpo no cayera al piso de tanto evitar que lo hicieran sus lágrimas.
Una hoja se abalanzó desde las cansadas ramas al contacto del niño, y Alonso se asombró de lo grande que era esa cuasi-redonda hoja de un verde desteñido, que combinaba con los colores de un otoño próximo. Volcó su mirada hacia el árbol, y encontró una última hoja debatiéndose entre caer y equilibrar: estaba seca, hacía tiempo que no pertenecía al anciano tronco, mas no quiso abandonarlo, tal vez por falta de propósito para volar, o por falta de una corriente de aire satisfactoria para llevar su gran magnitud. Alonso la tomó delicadamente del tallo, y la observó. Tembló unos momentos, pero luego, con una gran sonrisa, se largó a correr entre los niños luciendo su globo plano. Nadie cayó en cuenta de que no estaba hecho de plástico ni de que no poseía aire dentro.
Debió detener su veloz andar, pues él tampoco parecía poseer aire dentro, y su mirada se tropezó con unos ojos que ya no podían mirar de tanto líquido desconsolado que emanaba de ellos. Se aproximó a la niña de la vereda y le ofreció su globo:
-Pero eso que tienes ahí es una hoja, y yo quiero un globo.
-Pero eso que tienes ahí es una lágrima, y yo tengo una sonrisa.
Cada domingo la Avenida Pedro Montt se viste de colores llamativos, globos, chayas y cintas, y en la huella lineal del pavimento desfilan personajes de asombro para todos los infantes: grandes carabineros, con imponentes atuendos verdes, que han cerrado el tránsito para llevar cabo la esperada fiesta; payasos con exageradas sonrisas rojas y risotadas tronantes; malabaristas con pelotas de goma, diávolos, clavas, aros; mujeres gatunas que en las veredas convierten, con maquillaje, a niñas gatunas; parvularias que entregan tizas e incorporan a quien quiera pintar el suelo; caballeros dueños del sabor del cielo en forma de algodón de dulce rosado; señoras amas de la fragancia de la felicidad que transportan en sus carritos rojos y venden como cabritas…
Alonso sentía esa fragancia y sabía que le era ajena, su boca se le hacía agua por cielo y sabía que era demasiado gris para algo tan rosa. Siguió recorriendo la Calle del Niño, haciendo caso omiso de lo deseado, en busca de un lugar que le permitiera disfrutarla sin requerir necesariamente de los padres que no lo acompañaban. Sintió un fuerte golpe en su abdomen que lo obligó a agacharse, y sólo alcanzó a notar el cuerpo de un niño que arrancaba entre gritos desgarradores. Cuando al fin pudo alzar su cabeza de nuevo, la tapó rápidamente con sus manos y se arrojó al piso, pues una persona de mil metros avanzaba en pasos largos, lentos y monstruosos con unas piernas cuatrocientas dos veces más grandes que las suyas.
-Es un hombre en zancos, hijo, tranquilo – es lo que trataba de explicarle el progenitor a su heredero mientras lo consolaba en brazos, pero a Alonso nadie le podía dar a entender qué eran los zancos ni qué hacía tamaño gigante en un lugar para la entretención de niños, así que permaneció escondido entre sus brazos, rezando que desaparecieran monstruo, padres, madres, hijos, vendedores, payasos, chayas inadecuadas que dificultaban su respiración en conjunto con el polvo del pavimento… hasta que se vio obligado a abandonar su posición, pues así se lo solicitaba una obesa señora con delantal a cuadrillé verde que con una voz feliz le preguntaba si estaba bien y si quería pintar con los otros niños.
Al fin tiza en mano y arrodillado en un grupo de niños como él, entre ellos furtivamente… y no sabiendo qué dibujar. Había unos trazos blancos en el piso formando una casa, obra de un niñito rubio de ojos azules; pero Alonso no podía imitarlo, porque él no tenía un hogar. También vio un retrato que pretendía reflejar una mamá, un papá y a la autora de manos blancas y vestido rosa; pero Alonso no podía imitarla, porque él no tenía una familia. Por último, se fijó en el movimiento alegre que realizaban los dedos de un morenito gordito bien vestido que ya terminaba un gato pelirrojo y felpudo que jugaba con una bola de lana; Alonso supo que podría imitarlo, porque él sí tenía una mascota: un perro fruto del coito indebido entre una labradora y un pastor alemán, llamado tiernamente “Quiltro” y asediado despiadadamente por pulgas amigas.
Al fin tiza en mano, arrodillado en un grupo de niños como él, entre ellos furtivamente… y sabiendo qué dibujar, estaba Alonso, ensuciando el pavimento con un desproporcionado ser de cuatro patas que jugaba con basura, cuando llegó por el aire un agradable silbido. Al parecer no fue el único que lo percibió, pero sí el único que no entendía su real significado. La totalidad de los niños abandonaron inmediatamente las tizas por las que se peleaban y los dibujos en que emplearon tanta dedicación, para salir corriendo en violenta estampida al encuentro con el sonido dulce. En un par de segundos, Alonso se quedó solo, lo perdió todo, tiza, perro desproporcionado, posibles amigos… Pero en un par de segundos más, observó cómo volvían corriendo, ya no violentamente sino eufóricamente, con un globo que les vendió quien silbaba y les compró quien los cuidaba.
Era un juego desatado. Cada niño había elegido un color, y perseguía por toda la calle a quien tuviera el mismo; se cambiaban globos, se disputaban en mortal duelo, se convertían en ranas y en príncipes azules, se reían y volvían a correr. Alonso debió levantarse del piso para no ser aplastado, y para no presenciar cómo todos disfrutaban de algo a lo que él no podía acceder. Vagó por las veredas, intentó silbar. Y cuando las risas de los niños con globos fueron más fuertes que el aire que pugnaba por hacerse sonido desde su boca, se apoyó en un árbol viejo para que su cuerpo no cayera al piso de tanto evitar que lo hicieran sus lágrimas.
Una hoja se abalanzó desde las cansadas ramas al contacto del niño, y Alonso se asombró de lo grande que era esa cuasi-redonda hoja de un verde desteñido, que combinaba con los colores de un otoño próximo. Volcó su mirada hacia el árbol, y encontró una última hoja debatiéndose entre caer y equilibrar: estaba seca, hacía tiempo que no pertenecía al anciano tronco, mas no quiso abandonarlo, tal vez por falta de propósito para volar, o por falta de una corriente de aire satisfactoria para llevar su gran magnitud. Alonso la tomó delicadamente del tallo, y la observó. Tembló unos momentos, pero luego, con una gran sonrisa, se largó a correr entre los niños luciendo su globo plano. Nadie cayó en cuenta de que no estaba hecho de plástico ni de que no poseía aire dentro.
Debió detener su veloz andar, pues él tampoco parecía poseer aire dentro, y su mirada se tropezó con unos ojos que ya no podían mirar de tanto líquido desconsolado que emanaba de ellos. Se aproximó a la niña de la vereda y le ofreció su globo:
-Pero eso que tienes ahí es una hoja, y yo quiero un globo.
-Pero eso que tienes ahí es una lágrima, y yo tengo una sonrisa.