Busco a Alex. Si alguien sabe de él, le ruego contactarme. Desconozco su dirección, su edad, su apellido y, probablemente si estuviera frente a mí, no lo reconocería. Sólo conservo de él una historia, que ha entibiado mi corazón por años, y escribiéndola pretendo encontrarle.
Yo tenía diez años y ese día primaveral acompañé a mis padres a conocer un Club de Campo en Mantagua. Almorzamos en un lujoso restaurant y luego un monitor tomó mi mano para darle tranquilidad al caballero que intentaba convencer a mi padre de que comprara un departamento de tiempo compartido.
El monitor me llevó con otros hijos a un salón especialmente equipado para la entretención infantil, con la esperanza de que si pasaba un buen día, influyera en la decisión de mis progenitores. Era un lugar tan lindo como intimidante. Había habitaciones con televisores y videojuegos, mesas llenas de cuentos y libros para pintar, millones de lápices de colores y puzles, sillones donde estaba permitido saltar y paredes que podíamos rayar. Mesas de taca-taca, pimpón y, sobre todo, muchos niños. Eso, junto con una libertad impensada para mi edad, era lo más intimidante.
Yo solía ser una niña muy sociable, que se acercaba a cualquier infante desconocido para invitarlo a jugar. Mi desenvoltura asustaba a mis pares y casi siempre terminaba sola. El fenómeno escapaba mi comprensión, nadie parecía valorar la vergüenza, la posibilidad de rechazo y el riesgo que yo corría, por lo que pronto desistí de mi vano intento de hacer amigos y abracé la soledad de mi pieza, llena de muñecas, barbies y tacitas de té.
Fue entonces cuando conocí a Alex. Él me vio vagando por las tentadoras entretenciones sin ambicionar ninguna, y cuando ya me disponía a recorrer los jardines, rogando que el día terminara a la brevedad, me saludó:
-¡Hola! Me llamo Alex, ¿y tú? –nunca olvidé ese nombre que pronunció con una sincera sonrisa y destellantes ojos verdes.
-Coni.
-¿Y qué vas a hacer, Coni?
-No sé. Casi todos los juguetes están ocupados…
-Pero podemos ir a las actividades al aire libre –me sorprendió el plural que tan rápidamente empleó implicando un “nosotros”. ¿Sería una tomadura de pelo? ¿Quería hacerme una broma para reírse de mí con otros niños? No sería la primera vez que me pasaba… Decidí que era mejor estar atenta. –Hay bicicletas, paseos a caballo, piscinas con clases de nado, excursiones en el bosque…
Él parecía muy entusiasmado en su auto-designado rol de anfitrión. Yo tenía miedo.
-No sé dónde quedan –fue todo lo que logré responder.
-¡Yo te llevo! –y antes de que pudiera negarme por precaución, Alex tomó mi mano y me sacó del salón de juegos.
Su mano era grande, suave, tibia, regordeta y sudorosa, pero no me importó que humedeciera la mía, había algo en ella que me hacía sentir especial.
Alex me guió por todo el Club de Campo y me llevó a participar de todas las actividades programadas con una sonrisa incansable, pero no pude encontrar la mía, ni diversión en ninguno de los talleres al aire libre. A penas se percataba de que su elección no provocaba el brillo de la emoción en mis ojos, desistía, y sin perder entusiasmo, me llevaba a otro lugar. Tal vez la piscina habría sido un acierto, sin embargo, al no haber llevado traje de baño, no pudimos averiguarlo. Sólo nuestros pies y manos disfrutaron del agua mientras él hablaba. No recuerdo qué decía, no debe haber sido algo muy profundo ni importante, pero ocultaba el silencio de mi poco usual timidez y acompañaba mi frecuente soledad. Yo no quería hablar, tal vez mis palabras me despertarían, y prefería contemplarlo como a una entretenida película. Nunca se quejó de mi escaso entusiasmo a pesar de todos sus esfuerzos, probablemente veía el miedo en mi cautela y la gratitud en mi rostro redondo.
Las bicicletas definitivamente no fueron una buena idea, con repentina torpeza me enredé en los pedales, caí y me rasmillé las rodillas. Para mi sorpresa, Alex botó de un golpe su vehículo y se culpó a sí mismo mientras me ayudaba a ponerme de pie. Él estaba aliviado de no haberme perdido en lágrimas y pedía disculpas una y otra vez. Yo estaba roja como un tomate, pues solía ser muy buena ciclista: mi comportamiento era inusual, como todo ese día.
La última parada y su número triunfal era la cabalgata a caballo. Su cara de satisfacción y autocomplacencia era radiante y casi no cabía en sus facciones al escucharme suspirar:
-Esto es increíble.
Nos acercamos al instructor para solicitarle un paseo en los enormes y preciosos animales de pelaje brillante. Alex pareció estar a punto de desmayarse, finalmente abatido y derrotado, cuando el encargado le informó que yo no podía montar porque vestía falda, y era requisito llevar pantalones.
-Alex, no te preocupes, buscaremos otra cosa que hacer –intenté animarlo.
-¡No! Esto es lo único que has querido hacer.
-No es verdad, lo hemos pasado muy bien –ahora yo también empleaba desenfadadamente el plural-. Olvida los caballos…
-¡NO!
Me asusté cuando salió corriendo con su cara encolerizada y los ojos decididos.
Me quedé sola, sin tener claridad hacia dónde me debía dirigir, y notando de pronto que el sol se acercaba a su coronación con el horizonte. No me entristecí, era algo que esperé todo el día que sucediera. Sonreí amargamente al ver que desde un principio tuve razón y al decidir que albergaría sólo lo bello de la jornada. Mi única preocupación era encontrar el camino que me llevara con mis padres.
Cuando, con mi escaso sentido de la orientación, elegí el rumbo más probable, escuché una voz jadeante que gritaba mi nombre. Era Alex que corría a toda velocidad en mi dirección, o al menos, eso me pareció.
-¡Ya lo tengo, Coni! –me dijo al pasar junto a mí y seguir su carrera hasta un auto azul.
No sabía qué pensar. Me dio rabia, pena, agobio y alegría su retorno y su exacerbado entusiasmo, irrespetuoso del duelo que yo acababa de vivir para volver a mi soledad. Lo seguí caminando con precaución, lo vi abrir el auto y sumergirse en la maleta buscando algo. Cuando llegué a su lado me ofreció triunfante unos enormes pantalones de jeans, que debían ser de su padre.
-Puedes cambiarte en el auto, juro que no espiaré. Pero debes apurarte para que alcancemos a pedir un caballo antes que cierren el establo.
Mi expresión debió ser una mezcla de horror y estupefacción. Definitivamente se había vuelto loco, y yo no podía articular palabra ante la visión de mi ridícula imagen con esos gigantescos jeans tratando de subirme al equino.
-¡Vamos, Coni! Te juro que no miraré, voy a tapar la ventana con una manta-. Sí, estaba loco, y había malinterpretado mi preocupación.
-No, olvídalo, me voy a ver horrible con eso.
Él se rió, como si fuera una broma mía o como si estuviera exponiendo banales argumentos. De alguna forma que aún me es un misterio, logró convencerme y meterme dentro del auto. La loca ahora era yo.
Me saqué la falta y me puse los jeans con resignación, asumida como un condenado a muerte, aceptando mi destino y preparándome para el ridículo público. Cuando salí del auto, el rubor en mis mejillas contrastó con la fría brisa marina, que había invitado a todos los posibles testigos a buscar refugio en los salones o departamentos del Club de Campo. Éramos solo Alex y yo.
-¡Perfecto! –sonrió, me tomó la mano y corrimos al establo. Su sonrisa no era irónica.
Creí que moriría de vergüenza cuando intentaba subirme al enorme caballo con una mano afirmando las riendas y con la otra mis nuevos pantalones para que permanecieran en su lugar, transpiraba como si estuviera en el infierno: algo trágico iba a pasar, o me caía del animal estampándome contra el suelo, o se me caerían los jeans dejándome en calzones frente a Alex y al instructor que, muy divertido por la escena, me ayudaba a subir. Este era el momento perfecto para la burla, pero Alex estaba muy serio evaluando el éxito de su solución.
Finalmente lo logré, escapé de mi inminente visita al abismo de fuego, y celebré con una sonrisa. Pero a pesar del esfuerzo, el paseo a caballo es de lo que menos me acuerdo, y la última imagen que tengo de Alex es su nerviosa petición de mi número de teléfono para que nos volviéramos a ver. Recién entonces entendí que no era una broma, que nunca quiso dejarme en ridículo, y me sentí culpable por haber desconfiado de él todo el día, el único día.
Volví con mis padres, y en casa me esperaba una terrible noche en el baño, vomitando el fino almuerzo del lujoso restaurante del Club de Campo. Tal vez no era tan fino y son los ojos infantiles los que exacerban las percepciones. Tal vez el recuerdo de Alex también está exacerbado por el mismo factor, pero luego de trece años aún anhelo verlo y decirle que me arrepiento de no haber ido a su parcela cuando a los pocos días me invitó por teléfono, que aún busco la libreta donde anoté descuidadamente su número y que perdí en una mudanza, que aún lo busco.
Se busca a Alex. Si alguien sabe de él, le ruego contactarme. Te busco, Alex. Si te has reconocido en estas líneas y aún está en pie tu invitación, por favor, contáctame. Juro que esta vez iré con mis propios jeans.