Sólo tres veces en la vida había visto llorar a mi padre, todas ellas por el dolor de la pérdida de un ser querido: un abuelo, una tía y su mejor amigo de juventud. Su rostro atractivo y fuerte adquiría expresiones que me costaba reconocer, poco naturales a fuerza de la costumbre de reprimirlas. Sólo lograba identificar el acto al evidenciarse las lágrimas bajando por sus mejillas valientes, que nunca eran más de cuatro o cinco, porque él ahogaba el instinto de desahogo en cuanto recuperaba el control de sus ojos.
Últimamente puedo adivinar el momento exacto de su angustia, identifico en la manera en que se pliegan sus labios cuándo se fracturará su voz y puedo pronosticar las lágrimas que precipitará con un suspiro reprimido. Ya he aprendido a reconocer el llanto de mi padre -qué conocimiento más desgarrador-, porque ya no puedo contar las veces que llagas húmedas han cruzado su rostro hermoso: la muerte que deberá enfrentar esta vez es la propia.
Y precisamente ahora mis ojos están más secos que nunca, ahora que se me anuncia el dolor más profundo de mi vida por la pérdida de mi ser más querido, las crónicas de su muerte anunciada él las escribe con agua, y yo reprimo el torrente de mi pena para no perturbar su caudal, para no morir ahogados disminuyendo el ya breve tiempo que nos queda por compartir.