Todo comenzó con un cuento que
quizás le escribí. Continuó con los que él efectivamente escribió, robándose
pedacitos de gente, exaltándolos, deformándolos. Se acentúa con textos antiguos
que les escribí a hombres insignificantes que amé y embellecí con mis palabras.
Y se evidenció con los poemas que él admira y sueña haber escrito.
Sus
ojos amarrados a los míos y sus labios saboreando cada verso, queriendo que
entibiaran mi piel, incrédula aún, no puede ser, debo estar imaginando esto,
debo estar exagerando la percepción, un hombre adulto, inteligente, atractivo,
amante de la literatura como él no puede estar seriamente tratando de
aproximarse coquetamente a una chiquilla que nació cuando él estaba en segundo
año de abogacía…
-¿Te
das cuenta que es evidente que, si estuviéramos solos en este momento,
estaríamos desnudos?
El restaurant
enmudeció y sólo escuché el trinar de su copa al tocar la mía, despertándome
del sopor de la vida a una realidad que ocurre mientras todos trabajan, comen y
aman normalmente, que se desarrolla paralela y escasa, y que sólo sospechamos
al gozarla en películas y novelas, como espectadores siempre.
Siempre, pero
no esa noche de vino, donde fuimos personajes principales y único elenco.
Fui consciente
entonces del juego de mi pelo, de mis dedos en la boca, de mi sonrisa
provocadora, de mi escote perverso; de sus palabras como hechizos, de su cuerpo
atlético, de su corazón herido, de la ironía como defensa, de su mano en la
mía, de su sed intensa.
Y fui el vino,
burdeo en mis labios, sin derramarse en los suyos, como una leve tortura de
emperatriz. Entonces, él dejó de ser hombre y fue espejo, al mirarlo no veía
nada más que mi reflejo, mi figura exaltada, mis pestañas de Cleopatra.
Todo lo
atractivo de él era yo misma, y si tocaba su mano era por sentir mis dedos
hábiles, si le dirigía algún elogio era sólo por escuchar mi voz, si confesaba
mi corazón era sólo por convertirlo en mi esclavo. Y me vi.
Hombre, eres
útil más allá de los placeres del cuerpo, eres accesorio que me muestra quién
soy, quién puedo ser.
Sentí el Carménère
de mi sangre, uvas en mi boca, el viento en mi vestido, la tierra sometiéndose
a mis pies. Yo era dueña de ese lugar, podría romper las copas si quisiera,
subirme taconeando a la mesa, desnudarme y gritar: espejito, espejito, ¿quién
es en la tierra, de todas, la más bella?
-Quisiera
alargar este prólogo para siempre –me dijiste, pero en mi pecho este era el
clímax, no hay nada que puedas ofrecerme más fascinante que lo que ya me revelaste,
y eso te hace mágico, espejito mágico.