Es hora de
vino tinto. Del vino tinto de la vendimia de mi corazón roto.
Me bebo mi
propio dolor, en esta copa sangrienta, mientras hago un brindis con mi soledad.
Es hora de
vino tinto. Es hora de brindar. Es hora de abrir los ojos.
Hace tiempo
que no dolía así, así físicamente. Me hace sentir viva mientras muero, te
concedo eso. Me hace sacarte de la cabeza y pasar al cuerpo, donde son posibles
las anestesias de los vicios, del vino tinto, de la sangre de mi amor derramado
en vano.
Me dueles,
¿sabes? Me dueles físicamente en el pecho, en ese mismo pecho que se le hacía
pequeño a mi corazón del asombro, de la sangre caliente alborotándose por
sentir la tuya en mis uñas, en mi piel, tu sabor en mi lengua, tus manos
violentas, tu deseo oscuro.
¿Sabes? Ni
siquiera te culpo, yo soy responsable de este dolor, me lo he provocado yo. Yo
y mi insistencia, mi estúpida e ingenia ilusión, de que aún quedaba fuego en
las cenizas, una pizca de calor. Pero las cenizas eran sólo yo, mis alas, mi
cuerpo carbonizado, del que otra vez deberé renacer. Mas ya no quiero ser
fénix, ¿sabes? Quiero ser alondra, quiero ser canto y primavera, aunque tenga
sólo una vida y una muerte, aunque me mate el invierno y su primera helada,
saber que al menos construí un nido de amor.
Dicen que
mañana es otro día, dicen que al menos te debo agradecer la honestidad, que
debe significar que de alguna manera soy importante para ti. Vaya premio de
consuelo tu consideración, permíteme darte las gracias por la decencia, que al
parecer ni con eso debiéramos contar. Pero también una pensaría que el brillo
de tus ojos y la sed de tu cuerpo por el mío, tu voz gritándome “eres mía, eres
mía, ¡eres mía!”, significaría que soy importante para ti; pero vamos, ¡¿qué sé
yo?! Ave ingenua, ¿cuántas veces aún debo arder?
Dicen que
mañana es otro día, quién sabe, tal vez mañana ya no me importe el amor, y con
alas renovadas me aventure por otros cielos, donde sea hora de vino blanco, un
dulce Chardonney, brindando por la fortaleza de emprender vuelo una vez más.