Debe ser
bonito ser de esas mujeres que pasan por la vida livianas, casi flotando por
las calles, inconscientes, y de pronto, sin percibirlo ni saberlo, ser
observadas, capturadas en un poema, inmortalizadas en una canción, musas
bellas, hadas mágicas que obtuvieron sus poderes por el toque encantado de un
lápiz inspirado, bendecidas con el don de la vida eterna gracias a unos acordes
fáciles al oído, profundos al corazón, de rápida recordación.
Debe
ser tan sublime ser fuente de inspiración, tener el don de detener el tiempo
para otro ser humano, causar tal impresión que obliga a dejarlo todo y crear
una pieza, una melodía, unos párrafos, para poseerla de alguna manera, hacerla
suya al menos en su autoría.
Me
encantaría ser una de esas, señoritas de pelo al viento, con andar descuidado y
a la vez perfecto, con sonrisa de postal, lista en todo momento para ser
fotografiadas; y al mismo tiempo con absoluta indiferencia a todo cuanto las
rodea, completamente ignorantes del hechizo que han provocado, una sed tremenda
que somete al artista a perpetuarlas como si la mismísima capacidad de respirar
una vez más dependiera de ello.
Mas
yo nunca seré de ellas, ninguna posibilidad, porque yo siempre estaré al otro
lado: yo soy la que sostiene el lápiz y que lo guía con la urgencia de retratar
todo lo que esa persona sólo con cruzarse por mis ojos brotó en mí, como lluvia
primaveral sobre mi jardín listo y dispuesto, lleno de semillas prontas para
florecer, sedientas de recibir sólo lo suficiente para convertirse en color…
Y
entonces, de repente, me pregunto: ¿quién es realmente el hada, la hechicera,
la bella maga, la eterna? ¿La que, sin querer, se cruzó; o yo, la con la
habilidad de transformar a un transeúnte cualquiera en un príncipe azul, en un
caballero encantador, en un suspiro que entibia el corazón, que despierta la
necesidad voraz, que desgarra dulce como el tango que se desangra y muere
feliz, que te hace preguntar, entonces, por qué vivir?