Tras la insistencia de los comerciales televisivos, las propagandas visuales, las promociones de rebaja y las preguntas de conocidos sobre qué regalarían este año, llegó el día del padre.
Francisca tenía sólo seis años y dos pesos en su monedero de juguete. Quería comprarle un set de herramientas a su adorado papá, pero en la revista de precios recibió la revelación de que, aunque se hubiera privado ya un par de veces de comprarse la golosina diaria, no podría darse el gusto de envolver en papel fluorescente lo que ella quería para su progenitor.
Esta angustia la invadió toda la noche de vísperas. Acudió a su hermana mayor en busca de consejo, pero había salido a una fiesta; probablemente ella ya había hecho la compra tras privarse de varios dulces… Acudió a su madre en busca de consuelo, pero recibió una sonrisa condescendiente:
-No te preocupes, hijita. Sólo regálale un abrazo, un beso y él estará muy feliz y agradecido –y la misma madre le regaló a su hija un abrazo apretado y un beso en la frente, pero la niña estaba lejos de sentirse feliz por la angustia y agradecida de la pobre solución.
Así debió irse a la cama, mas no a dormir. No podría, la culpa no la dejaba, ¡¿por qué fuiste tan golosa, Panchita?! Pucha, por esas torpes calugas ahora mi papá se quedará sin regalo y yo me quedaré con caries. Y ni siquiera estaban tan ricas… estaban muy duras… pero el chocolate del otro día sí que valió la pena… No, no… ¡Rayos! ¿Y cómo va mi papá a construir una mansión para mi mamá, un auto para mi hermana y una cuna para mi muñeca si no le regalo el súper set de herramientas para aficionados?
La intención de Francisca era permanecer toda la noche en vela con el fin de idear un plan maestro; sin embargo aún no poseía la habilidad de su hermana y cayó en su habitual profundo sueño.
Las risas sinceras de su madre en los oídos y el rayo naranja de luz en su ojo, devolvieron a la pequeña a la realidad. ¡Válgame! ¡¿Qué hora es?! ¡LAS ONCE DE LA MAÑANA! ¿Qué hago, qué hago, qué hago…? Las risas volvieron a inundar la casa, las de la madre, las de la hermana, las del padre… Estaban todos reunidos, tal vez ya celebrando el día del jefe de familia y disfrutando de los espectaculares regalos… Mi hermana le debe haber regalado un yate, porque mi papá siempre dice que el mar es lo más lindo que hay, que no es sólo agua azul, y por eso mismo ella sintió el deber de ayudarlo a darse cuenta de que está en un error, que sí es agua azul… Mi mamá le debe haber regalado un reloj mágico que nunca esté atrasado y que cuando él se despierte tarde, retrocede el tiempo para evitar los retos de su superior…
¿Por qué reían sin ella? ¿Por qué no la habían esperado para tomar desayuno y abrir los regalos? ¿Acaso sabían que ella había priorizado los dulces antes del regalo de su padre? Panchita se quedó un momento más en cama, podía fingir aún dormir hasta que las risas cesaran, hasta que la celebración y la ceremonia de apertura de regalos hubieran finalizado. Fingió dormir, trató de realmente hacerlo. Pero el rayo de luz entre las nunca bien cerradas cortinas insistía: Francisca, levántate, levántate, obséquiale a tu papi al menos el abrazo y el beso del que habló tu madre.
La niña se levantó. Y mientras se lavaba los dientes antes de bajar al comedor, se sentía pequeña y avergonzada por no proveer un regalo en el día del padre, ni una mansión, ni un auto… Ni un yate, ni un reloj… Ni una mísera caluga… ¡Ni medio martillo para el súper set de herramientas para aficionados!
-¡Feliz día, papito! –gritó Francisca entregándole al festejado un arrugado papel cerrado con uno de sus elásticos para el pelo.
-Gracias, hija, no tenías por qué moles… –pero la sorpresa y sobrecogimiento de Don Juan Luís Rojas no le permitió terminar la frase: su hija le regalaba un clavo que encontró cuando bajaba la escalera y ahora lo miraba con la más linda y radiante cara de satisfacción.
-¿Te gustó, papá? ¡Con él podrás construirle una mansión a mi mamá para que vivan para siempre, y un auto a mi hermana para que llegue a la hora que quiera, y una casa de muñecas para mí, y un yate para ti y el mar!
Don Juan Luís trató de no llorar: Panchita tenía razón, con esas cosas pequeñas podía construir su vida.