domingo, noviembre 27, 2011
Sed
sábado, julio 02, 2011
Un capítulo
Ya fue el adiós, y el alivio de haberlo dicho todo y de despedirse con un beso es de una belleza poética, tenue y tranquilizadora. Sin embargo, muy a mi pesar, la ilusión no se retiró contigo: aún te espero; algo me dice como consuelo que volverás… tal vez mi masoquismo. No obstante, no duele, como la incertidumbre o como la frustración de la expectativa diaria.
Ya fue el adiós, y estoy en paz. Te espero sin esperar, no me paraliza la vida el sentimiento ni me moviliza a buscarte la ilusión. Hoy me sobrecoge la dulzura de nuestra despedida y la tibieza que me acompaña en el pecho esboza mi sonrisa.
Que el círculo se haya cerrado tan prolijamente es un sueño cumplido, libertad para mi corazón. Sólo me pesa que haya tenido que tener un final, esta historia en la que aún había tanto que narrar, tantos capítulos que planeamos y que nunca llegamos a escribir. Tal vez fue lo mejor, menos recuerdos son menos recursos para sufrir cuando los protagonistas deciden vivir cada uno su propia novela.
Pero yo no olvido. Quedó pendiente nuestro paseo por Valparaíso. También ir a comer comida árabe y pedir sushi en abundancia. Incluso insinuamos un viaje a Brasil. Leer juntos, sacarte una foto, ir a bailar. Y lo más importante: decir que sí cuando me volvieras a pedir que me quedara a dormir contigo.
Quedó pendiente, pero ya fue el adiós, y es tiempo de vivir mi novela.
domingo, mayo 29, 2011
En tu departamento
En el departamento a oscuras, el ventanal que exhibía Santiago de noche parecía un cuadro luminoso. Bebimos Martini, sentados frente a frente, contemplando la sobrecogedora vista, y sólo las luces de la ciudad dibujaban tu rostro. Me puse de pie para robarle algo de protagonismo al paisaje y seguiste mi impulso, pero no dejaste de hablar de esos interesantes y profundos temas que me encanta escuchar excepto cuando se nos regala la soledad.
Me volví a ti y con un dedo en los labios predispuse tu boca para el beso que aún no ocurría. Luego tomé tus manos y las guié a tu pieza sin dejar de mirarte a los ojos, casi temiendo que se rompiera el hechizo y que Santiago te volviera a hipnotizar. Una vez junto a tu cama, solté tus dedos y con los míos me saqué la polera gris y desabotoné lentamente tu camisa a cuadros. Di un paso más cerca para que sintieras la tibieza de mi piel, abrazándome a tu cuello. El contacto te hizo despertar y, como recién entendiendo mi intención, con una mano aferraste mi cintura y con la otra mi cabeza para protegerla mientras tu rápido pero delicado movimiento me acostaba en la cama de blanco cobertor.
-Eres incluso más bello a la luz de la luna.
Y me besaste por fin.
miércoles, mayo 04, 2011
Se busca a Alex
Busco a Alex. Si alguien sabe de él, le ruego contactarme. Desconozco su dirección, su edad, su apellido y, probablemente si estuviera frente a mí, no lo reconocería. Sólo conservo de él una historia, que ha entibiado mi corazón por años, y escribiéndola pretendo encontrarle.
Yo tenía diez años y ese día primaveral acompañé a mis padres a conocer un Club de Campo en Mantagua. Almorzamos en un lujoso restaurant y luego un monitor tomó mi mano para darle tranquilidad al caballero que intentaba convencer a mi padre de que comprara un departamento de tiempo compartido.
El monitor me llevó con otros hijos a un salón especialmente equipado para la entretención infantil, con la esperanza de que si pasaba un buen día, influyera en la decisión de mis progenitores. Era un lugar tan lindo como intimidante. Había habitaciones con televisores y videojuegos, mesas llenas de cuentos y libros para pintar, millones de lápices de colores y puzles, sillones donde estaba permitido saltar y paredes que podíamos rayar. Mesas de taca-taca, pimpón y, sobre todo, muchos niños. Eso, junto con una libertad impensada para mi edad, era lo más intimidante.
Yo solía ser una niña muy sociable, que se acercaba a cualquier infante desconocido para invitarlo a jugar. Mi desenvoltura asustaba a mis pares y casi siempre terminaba sola. El fenómeno escapaba mi comprensión, nadie parecía valorar la vergüenza, la posibilidad de rechazo y el riesgo que yo corría, por lo que pronto desistí de mi vano intento de hacer amigos y abracé la soledad de mi pieza, llena de muñecas, barbies y tacitas de té.
Fue entonces cuando conocí a Alex. Él me vio vagando por las tentadoras entretenciones sin ambicionar ninguna, y cuando ya me disponía a recorrer los jardines, rogando que el día terminara a la brevedad, me saludó:
-¡Hola! Me llamo Alex, ¿y tú? –nunca olvidé ese nombre que pronunció con una sincera sonrisa y destellantes ojos verdes.
-Coni.
-¿Y qué vas a hacer, Coni?
-No sé. Casi todos los juguetes están ocupados…
-Pero podemos ir a las actividades al aire libre –me sorprendió el plural que tan rápidamente empleó implicando un “nosotros”. ¿Sería una tomadura de pelo? ¿Quería hacerme una broma para reírse de mí con otros niños? No sería la primera vez que me pasaba… Decidí que era mejor estar atenta. –Hay bicicletas, paseos a caballo, piscinas con clases de nado, excursiones en el bosque…
Él parecía muy entusiasmado en su auto-designado rol de anfitrión. Yo tenía miedo.
-No sé dónde quedan –fue todo lo que logré responder.
-¡Yo te llevo! –y antes de que pudiera negarme por precaución, Alex tomó mi mano y me sacó del salón de juegos.
Su mano era grande, suave, tibia, regordeta y sudorosa, pero no me importó que humedeciera la mía, había algo en ella que me hacía sentir especial.
Alex me guió por todo el Club de Campo y me llevó a participar de todas las actividades programadas con una sonrisa incansable, pero no pude encontrar la mía, ni diversión en ninguno de los talleres al aire libre. A penas se percataba de que su elección no provocaba el brillo de la emoción en mis ojos, desistía, y sin perder entusiasmo, me llevaba a otro lugar. Tal vez la piscina habría sido un acierto, sin embargo, al no haber llevado traje de baño, no pudimos averiguarlo. Sólo nuestros pies y manos disfrutaron del agua mientras él hablaba. No recuerdo qué decía, no debe haber sido algo muy profundo ni importante, pero ocultaba el silencio de mi poco usual timidez y acompañaba mi frecuente soledad. Yo no quería hablar, tal vez mis palabras me despertarían, y prefería contemplarlo como a una entretenida película. Nunca se quejó de mi escaso entusiasmo a pesar de todos sus esfuerzos, probablemente veía el miedo en mi cautela y la gratitud en mi rostro redondo.
Las bicicletas definitivamente no fueron una buena idea, con repentina torpeza me enredé en los pedales, caí y me rasmillé las rodillas. Para mi sorpresa, Alex botó de un golpe su vehículo y se culpó a sí mismo mientras me ayudaba a ponerme de pie. Él estaba aliviado de no haberme perdido en lágrimas y pedía disculpas una y otra vez. Yo estaba roja como un tomate, pues solía ser muy buena ciclista: mi comportamiento era inusual, como todo ese día.
La última parada y su número triunfal era la cabalgata a caballo. Su cara de satisfacción y autocomplacencia era radiante y casi no cabía en sus facciones al escucharme suspirar:
-Esto es increíble.
Nos acercamos al instructor para solicitarle un paseo en los enormes y preciosos animales de pelaje brillante. Alex pareció estar a punto de desmayarse, finalmente abatido y derrotado, cuando el encargado le informó que yo no podía montar porque vestía falda, y era requisito llevar pantalones.
-Alex, no te preocupes, buscaremos otra cosa que hacer –intenté animarlo.
-¡No! Esto es lo único que has querido hacer.
-No es verdad, lo hemos pasado muy bien –ahora yo también empleaba desenfadadamente el plural-. Olvida los caballos…
-¡NO!
Me asusté cuando salió corriendo con su cara encolerizada y los ojos decididos.
Me quedé sola, sin tener claridad hacia dónde me debía dirigir, y notando de pronto que el sol se acercaba a su coronación con el horizonte. No me entristecí, era algo que esperé todo el día que sucediera. Sonreí amargamente al ver que desde un principio tuve razón y al decidir que albergaría sólo lo bello de la jornada. Mi única preocupación era encontrar el camino que me llevara con mis padres.
Cuando, con mi escaso sentido de la orientación, elegí el rumbo más probable, escuché una voz jadeante que gritaba mi nombre. Era Alex que corría a toda velocidad en mi dirección, o al menos, eso me pareció.
-¡Ya lo tengo, Coni! –me dijo al pasar junto a mí y seguir su carrera hasta un auto azul.
No sabía qué pensar. Me dio rabia, pena, agobio y alegría su retorno y su exacerbado entusiasmo, irrespetuoso del duelo que yo acababa de vivir para volver a mi soledad. Lo seguí caminando con precaución, lo vi abrir el auto y sumergirse en la maleta buscando algo. Cuando llegué a su lado me ofreció triunfante unos enormes pantalones de jeans, que debían ser de su padre.
-Puedes cambiarte en el auto, juro que no espiaré. Pero debes apurarte para que alcancemos a pedir un caballo antes que cierren el establo.
Mi expresión debió ser una mezcla de horror y estupefacción. Definitivamente se había vuelto loco, y yo no podía articular palabra ante la visión de mi ridícula imagen con esos gigantescos jeans tratando de subirme al equino.
-¡Vamos, Coni! Te juro que no miraré, voy a tapar la ventana con una manta-. Sí, estaba loco, y había malinterpretado mi preocupación.
-No, olvídalo, me voy a ver horrible con eso.
Él se rió, como si fuera una broma mía o como si estuviera exponiendo banales argumentos. De alguna forma que aún me es un misterio, logró convencerme y meterme dentro del auto. La loca ahora era yo.
Me saqué la falta y me puse los jeans con resignación, asumida como un condenado a muerte, aceptando mi destino y preparándome para el ridículo público. Cuando salí del auto, el rubor en mis mejillas contrastó con la fría brisa marina, que había invitado a todos los posibles testigos a buscar refugio en los salones o departamentos del Club de Campo. Éramos solo Alex y yo.
-¡Perfecto! –sonrió, me tomó la mano y corrimos al establo. Su sonrisa no era irónica.
Creí que moriría de vergüenza cuando intentaba subirme al enorme caballo con una mano afirmando las riendas y con la otra mis nuevos pantalones para que permanecieran en su lugar, transpiraba como si estuviera en el infierno: algo trágico iba a pasar, o me caía del animal estampándome contra el suelo, o se me caerían los jeans dejándome en calzones frente a Alex y al instructor que, muy divertido por la escena, me ayudaba a subir. Este era el momento perfecto para la burla, pero Alex estaba muy serio evaluando el éxito de su solución.
Finalmente lo logré, escapé de mi inminente visita al abismo de fuego, y celebré con una sonrisa. Pero a pesar del esfuerzo, el paseo a caballo es de lo que menos me acuerdo, y la última imagen que tengo de Alex es su nerviosa petición de mi número de teléfono para que nos volviéramos a ver. Recién entonces entendí que no era una broma, que nunca quiso dejarme en ridículo, y me sentí culpable por haber desconfiado de él todo el día, el único día.
Volví con mis padres, y en casa me esperaba una terrible noche en el baño, vomitando el fino almuerzo del lujoso restaurante del Club de Campo. Tal vez no era tan fino y son los ojos infantiles los que exacerban las percepciones. Tal vez el recuerdo de Alex también está exacerbado por el mismo factor, pero luego de trece años aún anhelo verlo y decirle que me arrepiento de no haber ido a su parcela cuando a los pocos días me invitó por teléfono, que aún busco la libreta donde anoté descuidadamente su número y que perdí en una mudanza, que aún lo busco.
Se busca a Alex. Si alguien sabe de él, le ruego contactarme. Te busco, Alex. Si te has reconocido en estas líneas y aún está en pie tu invitación, por favor, contáctame. Juro que esta vez iré con mis propios jeans.
jueves, febrero 24, 2011
El globo
Cada domingo la Avenida Pedro Montt se viste de colores llamativos, globos, chayas y cintas, y en la huella lineal del pavimento desfilan personajes de asombro para todos los infantes: grandes carabineros, con imponentes atuendos verdes, que han cerrado el tránsito para llevar cabo la esperada fiesta; payasos con exageradas sonrisas rojas y risotadas tronantes; malabaristas con pelotas de goma, diávolos, clavas, aros; mujeres gatunas que en las veredas convierten, con maquillaje, a niñas gatunas; parvularias que entregan tizas e incorporan a quien quiera pintar el suelo; caballeros dueños del sabor del cielo en forma de algodón de dulce rosado; señoras amas de la fragancia de la felicidad que transportan en sus carritos rojos y venden como cabritas…
Alonso sentía esa fragancia y sabía que le era ajena, su boca se le hacía agua por cielo y sabía que era demasiado gris para algo tan rosa. Siguió recorriendo la Calle del Niño, haciendo caso omiso de lo deseado, en busca de un lugar que le permitiera disfrutarla sin requerir necesariamente de los padres que no lo acompañaban. Sintió un fuerte golpe en su abdomen que lo obligó a agacharse, y sólo alcanzó a notar el cuerpo de un niño que arrancaba entre gritos desgarradores. Cuando al fin pudo alzar su cabeza de nuevo, la tapó rápidamente con sus manos y se arrojó al piso, pues una persona de mil metros avanzaba en pasos largos, lentos y monstruosos con unas piernas cuatrocientas dos veces más grandes que las suyas.
-Es un hombre en zancos, hijo, tranquilo – es lo que trataba de explicarle el progenitor a su heredero mientras lo consolaba en brazos, pero a Alonso nadie le podía dar a entender qué eran los zancos ni qué hacía tamaño gigante en un lugar para la entretención de niños, así que permaneció escondido entre sus brazos, rezando que desaparecieran monstruo, padres, madres, hijos, vendedores, payasos, chayas inadecuadas que dificultaban su respiración en conjunto con el polvo del pavimento… hasta que se vio obligado a abandonar su posición, pues así se lo solicitaba una obesa señora con delantal a cuadrillé verde que con una voz feliz le preguntaba si estaba bien y si quería pintar con los otros niños.
Al fin tiza en mano y arrodillado en un grupo de niños como él, entre ellos furtivamente… y no sabiendo qué dibujar. Había unos trazos blancos en el piso formando una casa, obra de un niñito rubio de ojos azules; pero Alonso no podía imitarlo, porque él no tenía un hogar. También vio un retrato que pretendía reflejar una mamá, un papá y a la autora de manos blancas y vestido rosa; pero Alonso no podía imitarla, porque él no tenía una familia. Por último, se fijó en el movimiento alegre que realizaban los dedos de un morenito gordito bien vestido que ya terminaba un gato pelirrojo y felpudo que jugaba con una bola de lana; Alonso supo que podría imitarlo, porque él sí tenía una mascota: un perro fruto del coito indebido entre una labradora y un pastor alemán, llamado tiernamente “Quiltro” y asediado despiadadamente por pulgas amigas.
Al fin tiza en mano, arrodillado en un grupo de niños como él, entre ellos furtivamente… y sabiendo qué dibujar, estaba Alonso, ensuciando el pavimento con un desproporcionado ser de cuatro patas que jugaba con basura, cuando llegó por el aire un agradable silbido. Al parecer no fue el único que lo percibió, pero sí el único que no entendía su real significado. La totalidad de los niños abandonaron inmediatamente las tizas por las que se peleaban y los dibujos en que emplearon tanta dedicación, para salir corriendo en violenta estampida al encuentro con el sonido dulce. En un par de segundos, Alonso se quedó solo, lo perdió todo, tiza, perro desproporcionado, posibles amigos… Pero en un par de segundos más, observó cómo volvían corriendo, ya no violentamente sino eufóricamente, con un globo que les vendió quien silbaba y les compró quien los cuidaba.
Era un juego desatado. Cada niño había elegido un color, y perseguía por toda la calle a quien tuviera el mismo; se cambiaban globos, se disputaban en mortal duelo, se convertían en ranas y en príncipes azules, se reían y volvían a correr. Alonso debió levantarse del piso para no ser aplastado, y para no presenciar cómo todos disfrutaban de algo a lo que él no podía acceder. Vagó por las veredas, intentó silbar. Y cuando las risas de los niños con globos fueron más fuertes que el aire que pugnaba por hacerse sonido desde su boca, se apoyó en un árbol viejo para que su cuerpo no cayera al piso de tanto evitar que lo hicieran sus lágrimas.
Una hoja se abalanzó desde las cansadas ramas al contacto del niño, y Alonso se asombró de lo grande que era esa cuasi-redonda hoja de un verde desteñido, que combinaba con los colores de un otoño próximo. Volcó su mirada hacia el árbol, y encontró una última hoja debatiéndose entre caer y equilibrar: estaba seca, hacía tiempo que no pertenecía al anciano tronco, mas no quiso abandonarlo, tal vez por falta de propósito para volar, o por falta de una corriente de aire satisfactoria para llevar su gran magnitud. Alonso la tomó delicadamente del tallo, y la observó. Tembló unos momentos, pero luego, con una gran sonrisa, se largó a correr entre los niños luciendo su globo plano. Nadie cayó en cuenta de que no estaba hecho de plástico ni de que no poseía aire dentro.
Debió detener su veloz andar, pues él tampoco parecía poseer aire dentro, y su mirada se tropezó con unos ojos que ya no podían mirar de tanto líquido desconsolado que emanaba de ellos. Se aproximó a la niña de la vereda y le ofreció su globo:
-Pero eso que tienes ahí es una hoja, y yo quiero un globo.
-Pero eso que tienes ahí es una lágrima, y yo tengo una sonrisa.