He ido
descubriendo que Buenos Aires es una ciudad que se bebe lento y a tragos
cortos, como el café muy caliente. Es intenso y fuerte como un expreso bien
preparado. Fue ingenuo de mi parte querer conocerlo todo de una vez, sería
quemarse la lengua y perder la oportunidad de saborearlo bien. Quedaré con
gusto a poco, lo sé, como rápido se acaba el breve expreso, obligándome así a
pedir otro, a volver por más, a ahuyentar el sueño sólo por el placer de
disfrutarlo otra vez.
Cuando
preparé mi viaje, me pareció que no había mucho que ver, nada tan deslumbrante:
una catedral, los tribunales, el congreso, un teatro, un cementerio, un
obelisco, y poco más, como todas las ciudades… bueno, también una casa de
gobierno de un color poco común y Caminito, que sí parecía bastante único, pero
me preguntaba dónde estaba la magia de la que todos hablaban. Sólo una vez
recorriendo entendí que no se trata de lo que ves, sino de lo que sientes, de
lo que te das el tiempo de vivir y habitar en esa ciudad.
Sin
embargo, Buenos Aires es traicionero, es publicidad engañosa que te susurra al
oído un tango, que te cuenta cuentos Borges, Cortázar y Sábato, que te invita a
una escenografía perfecta para el romance y la locura, y que te permite creer
que tú puedes ser la protagonista de ese montaje, que cualquiera de esos atractivos
argentinos -deliciosa mezcla entre italiano y latino- puede ser el galán
misterioso, apasionado, tan masculino, casi violento al compás de Gardel, con
esta atmósfera bohemia que deja el puerto entre la neblina del cigarro y el
rojo de los labios en la calidez soberbia de un Malbec.
Los
shows, las presentaciones callejeras, no son más que un eco nostálgico que
repite en coreografías aprendidas lo que tal vez, alguna vez, fue; lo que
probablemente, hace mucho tiempo, algún loco como yo, fantaseó e inventó. La
ciudad repite eternamente esa ilusión, que enloqueció a varios, que tal vez
nunca existió, pero que sigue atrayendo a cientos como un hechizo, a quienes ingenuamente
ansían encontrar el sentimiento de Piazzola, la sensualidad de los movimientos
atrevidos, la pierna arriba, su boca en mi cuello cuando entrego al cielo el
rostro, su mano sosteniendo mi espalda en el límite mismo de lo adecuado, casi
descarado, nuestras caderas tan cerca. Nadie fantasía con la penetración,
aunque la desee, sino con todo lo que lleva a ésta, y Buenos Aires hace una
promesa que no puede cumplir. ¿Dónde están los hombres que representa el tango?
¿A quién le ocurren las historias que inspiran ese qué se yo? Buenos Aires es una gran obra de teatro, con personajes
disfrazados, ¡un divino espectáculo!
Pero no te
confundas, esta ciudad es para los románticos, lo que Disney para los niños: te
hace creer en la magia, que todo es posible, que alguien, ahora mismo, al verme
sola escribiendo acompañada por mi doble expreso, se levantará de su mesa y se
me acercará. Valiente y descriteriadamente, se sentará junto a mí, y con sus
ojos verdes resaltando en su piel trigueña, me dirá:
¾
¿Cómo te llamás, linda?
¾
Valeria, ¿y tú?
¾
Facundo. ¿De dónde sos, belleza?
¾
De Chile.
¾
¡Ah, chilenita, qué bien, bienvenida!
¾
Gracias.
¾
¿Y qué hacés? ¿Andás con alguien?
¾
No, de paseo nada más, vine sola.
¾
¿Cómo sola? ¿Por qué?
¾
¿Por qué no?
¾
Porque te puede pasar algo.
¾
Eso es exactamente lo que quiero: que me pase
algo, que me pase alguien, que me mires y te atrevas a acercarte, que quieras mostrarme
la capital de beso en beso.
Esa era la
prueba de fuego: un chico normal después de eso saldría corriendo, me tomaría
por loca o puta.
Él respiró
profundamente y puso su mano en mi pierna, antes de decir mirándome:
¾
¿Vamos?
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