sábado, marzo 22, 2008

La ley del hielo

Te niegas a regalarme tus palabras. Omites mis ojos que se regocijan al leerlas, no porque me guste lo que significan, pues igualmente podrías estar construyendo el infierno, pero si lo haces con sábanas suaves y velas de luz tenue ¡quiero quemarme ahí!

Sería un placer volverme cenizas en tus letras, maldito pirómano, lo sabes. Y tu estrategia para salvarme ha sido la escasez. Dedujiste apresuradamente que en mi estado menesteroso terminaría por consumirme el olvido, que no recordaría ni un solo vocablo, que me torturaría la desaparición del motivo por el que te amo y me entregaría al mundo vagabundeando, sin siquiera preguntar por qué: ¡el lenguaje, un carajo! Yo había realizado la misma deducción, y cuando me disponía a sufrir por ya no recibir el regalo de tus palabras, un nuevo placer me embargó: me regalabas tu silencio.

Ignorarme es mayor desafío que simplemente contestar con un monosílabo altivo. Ignorarme requiere el cuidado de convencer a tu realidad que no existo, la delicadeza de evitar que nada tuyo me beneficie, y me amas desde el frío, que también quema. Me regocijo ahora con tu silencio, no por lo que significa, pues igualmente podrías estar deshaciendo el cielo, pero si lo haces con grúas incesantes y con explosiones de atardeceres ¡quiero sepultarme ahí!

Sería un placer volverme nada en tu silencio, maldito enmudecido, quiero que lo sepas. Como el beso de dos amantes que no se dieron, es sólo la intención de hacerlo lo que quema por dentro, con labios congelados se regocijan, como yo me regocijo al saberte con dedos congelados, creyendo que te olvido, mientras avivas el fuego.

martes, marzo 11, 2008

Anoche

Anoche amé a otro hombre. No estaba a mi lado, pero en mi oído su voz me pidió que lo amara… y lo amé.

Anoche me suplicó con esa voz quebrada de los hombres que suplican y la vida se les hace un hilo que habla, que se humilla, que se sincera, que es de verdad… que, por favor, lo amara. Le regalé un te amo inocente, de lo contrario mi propia vida se apagaría por la culpa de quien asesina a un animalito que confió. Eran sólo palabras las que le di y cuando se las pronuncié me sorprendió sentirlas realmente. Él también se sorprendió. Y desesperó.

El animalito se volvió feroz, rugía y manoteaba con sus garras el vacío, su soledad. Estaba furioso, qué artimaña o truco, qué hechizo o brutal actuación desempeñaba la mujer en la que confió. ¡Traición! Tuve miedo; enmudecí. No me asustaron sus gritos: temblaba por mi susurro.

Cuando dejó de vociferar la exigencia de una explicación, me pidió que se lo dijera de nuevo.

-No.
-¡Dímelo!
-No.
-¡¡¡Dímelo!!!
-No. Y vas a aprender a no gritarme.
-Aprenderé cada una de las cosas que te hacen feliz y las haré diariamente, pero, por favor, dilo una vez más.
-Matías, te amo.

Me confesó el detenimiento de su corazón por un momento, nada cursi, simplemente un fenómeno biológico que no sufría hace tanto, y luego, súbitas ganas de llorar. Al recuperar la delgada fibra que le quedaba de voz me preguntó con sincera curiosidad mi mecanismo empleado, la fórmula que lograba remecer su pecho con una aseveración que él pidió como se pide un plato de un menú y que sabía no sólo falsa, sino que imposible por la certeza de la pertenencia de mi amor a un hombre que le precedía, y, despreciando su conocimiento previo, creerla verdad, jurarla verdad.

-No sé.
-¿Cómo? Sólo dime cómo puedes mentirme así.
-No estoy mintiendo –afirmé con una tranquilidad que desconocía poseer.
-¡Mentirosa! ¡Tú no puedes amarme! ¡No me amas! ¡Tú lo amas a él, al Superman!
-Sí, lo amo, es el hombre de mi vida; pero no te he mentido –la calma aún teñía mis palabras.
-¿Y entonces?
-Sólo dije lo que me pediste que dijera.
-¡Se lo he pedido a doscientas! Menos del diez por ciento accede, ninguna me hace sentir más que la vibración en los oídos. Pero tú… Dímelo.
-Te amo.

Callamos un momento. Supe que lloraba.

-¡Te amo, te amo, te amo, te amo! ¡Yo también te amo! Ayer no lo sentía, tal vez mañana tampoco lo sentiré, pero déjame decirte que te amo y no tomes en cuenta mis palabras. Te amo demasiado.

Era un hombre de nuevo, e imposibilitada de tocarlo, lo abracé, y amé toda la noche a un hombre herido, que no era el mío, pero que necesitaba saber sobre la existencia de su capacidad para amar… nuevamente. Su herida no me inspiraba lástima, sino un amor profundo que quise hacerle sentir posible de un emisor femenino con cualquier nombre, por casualidad esa noche fue el mío. Le entregué mi voz entera para evidenciar que los te amos pueden acompañar su nombre y estremecerlo… nuevamente. Le dije que descansara, que yo sin poder hacerlo le acariciaría el pelo hasta que cayera en sueños y que despertaríamos con un dulce recuerdo en los labios de una noche de amor. Yo lo amé, no fue imaginado. Yo amé a otro hombre.

Pero eso fue anoche.