Te niegas a regalarme tus palabras. Omites mis ojos que se regocijan al leerlas, no porque me guste lo que significan, pues igualmente podrías estar construyendo el infierno, pero si lo haces con sábanas suaves y velas de luz tenue ¡quiero quemarme ahí!
Sería un placer volverme cenizas en tus letras, maldito pirómano, lo sabes. Y tu estrategia para salvarme ha sido la escasez. Dedujiste apresuradamente que en mi estado menesteroso terminaría por consumirme el olvido, que no recordaría ni un solo vocablo, que me torturaría la desaparición del motivo por el que te amo y me entregaría al mundo vagabundeando, sin siquiera preguntar por qué: ¡el lenguaje, un carajo! Yo había realizado la misma deducción, y cuando me disponía a sufrir por ya no recibir el regalo de tus palabras, un nuevo placer me embargó: me regalabas tu silencio.
Ignorarme es mayor desafío que simplemente contestar con un monosílabo altivo. Ignorarme requiere el cuidado de convencer a tu realidad que no existo, la delicadeza de evitar que nada tuyo me beneficie, y me amas desde el frío, que también quema. Me regocijo ahora con tu silencio, no por lo que significa, pues igualmente podrías estar deshaciendo el cielo, pero si lo haces con grúas incesantes y con explosiones de atardeceres ¡quiero sepultarme ahí!
Sería un placer volverme nada en tu silencio, maldito enmudecido, quiero que lo sepas. Como el beso de dos amantes que no se dieron, es sólo la intención de hacerlo lo que quema por dentro, con labios congelados se regocijan, como yo me regocijo al saberte con dedos congelados, creyendo que te olvido, mientras avivas el fuego.