Abrí la llave,
y como quien prepara un conjuro, un mágico brebaje, vertí los ingredientes: sal
de mar, burbujas, algunas esencias. Prendí una vela, puse música acorde, traje
mi copa de Amaretto Di Saronno y los cigarros, y cuando estuvo todo dispuesto,
el agua tibia, me desnudé y sumergí en la fantasía del relajo, en mi propio
estereotipo de amor propio y paz. Al fin, un momento sólo para mí, sin deberes,
sin apariencias, sin más juicios que los míos.
Juego con la
espuma y dejo a mi cuerpo que se sienta liviano, mecido por el agua. Intento
que mi mente haga lo mismo, pero todas las canciones hablan de amor…
Y entonces,
llega a mí una avalancha de nombres, de hombres, de historias que ya tuvieron
final. De pronto, esta tina se transforma en un mar intranquilo, y como olas,
me embisten sus recuerdos.
Esa manera en
que Patricio me decía “Buenos días, bonita, te he pensado todo el fin de
semana, estoy ansioso por verte, todos se van a dar cuenta de cómo me brillan
los ojos cuando llegas, es que no puedo dejar de mirarte, mi bonita”, con una
ternura que sorprendía a mi niña herida, que entibiaba mi corazón y despertaba
mis ganas de jugar, de saltar, de abrazar a ese hombre con el que podía ser
débil y vulnerable.
Esa manera en
que Javier me tomaba en sus brazos y en la cama me decía “Eres una loba, eres
una fiera, eres mía, eres mía”, con una pasión que habría derrumbado el mundo
entero entre mis piernas, apagando la luz del sol con un gemido y el suspiro
final.
Esa manera en
que Marcos me miraba hasta el más profundo dolor del alma y me decía “Eres
perfecta, eres perfecta, tu cuerpo, tu inteligencia, tu independencia… Maga,
hechicera, ¿qué me has hecho que todo me recuerda a ti?”, haciéndome sentir
admirada, aceptada, vista realmente, descubierta detrás de mis máscaras y
escudos.
Esa manera en
que Etienne me cuidaba y desplegaba París para que me acogiera en su belleza y
me decía “me encanta tenerte aquí, estas noches en que he dormido contigo,
realmente he podido descansar, me das paz”, haciéndome sentir especial, importante,
un verdadero trofeo que orgulloso presentó a sus padres, a sus amigos y paseó
por toda su región natal de Bretagne.
Esa manera en
que Roberto parecía el hombre perfecto para mí, todo lo que siempre merecí:
inteligente, alto, guapo, exitoso, independiente, soltero, sin hijos, gerente
general de una empresa a los treinta y dos años, con un maravilloso acento
español, con interesante conversación, y me decía “soy muy orgulloso, vas a
tener que decírmelo nuevamente, pero esta vez, te tengo que creer que lo dices
de verdad”, con su exigencia que despertaba en mí unas ganas de someterme a sus
pies y rendirme, sintiendo que al fin había encontrado quien podía llevarme a
salvo y protegerme.
Esa manera en
que Villanueva me buscaba aun cuando lo dejé ir, aun cuando no tenía cómo
contactarme, me encontró, y cada cierto me decía “Hola guapa, hoy me acordé de
ti, ¿qué haces hoy?”, que me hacía sentir como una mujer que deja marca, huellas
profundas, inolvidable.
Los nombres,
hombres, recuerdos, olas reventando en la orilla de mi vientre húmedo, sube la
marea y siento el impulso de nadar hacia ellos, de volver rauda a esos momentos
en que las canciones cobran sentido, ya no siento hambre, ni sed, ni siquiera
ganas de fumar, sólo de intentarlo una vez más, de sentirme la mismísima isla
del tesoro a los ojos de esos marineros que zarparon de mis corrientes, cuyas
palabras me hipnotizaron como cantos de sirena, tan bellos, tan melodiosos en
sus labios, que me hicieron perder el rumbo, directo a la tormenta, con tal de
sentirme niña, amante, perfecta, cuidada, afortunada, especial. ¿Y qué pasa si
esta vez sí? ¿Qué pasa si esta vez no naufragamos y me dicen lo que quiero oír?
Tal vez ya ha pasado la tempestad y, en mejor clima, podemos navegar hasta el
horizonte…
Tomo el
celular, y en un arrebato irreprimible quiero llamar a Patricio. Entonces, como
un rayo penetrando el mar, recuerdo que el mismo que me decía “bonita, eres el
tesoro que tuve la suerte de descubrir, le has dado un sabor distinto a mi
vida, me has hecho volver a sentir”, el que me enseñó a cocinar pie de limón y
siempre me dejaba una dulce sorpresa en mi escritorio cuando podíamos vernos en
el trabajo, el que se quedaba mirándome y acariciándome el rostro como si yo
fuera una aparición, una especie de princesa que él no creía llegar a merecer,
él, Patricio, es el mismo que no luchó por nuestro amor. El mismo que ante la
complejidad de tener que compatibilizar su tiempo con su hijo y conmigo, ante
la primera pelea, decidió por ambos terminar lo que apenas comenzaba; el mismo
que cuando le dije que me iría, ni siquiera intentó detenerme. Mediocre.
Dejo
de lado el celular.
Y lo vuelvo a
tomar, sintiendo un deseo intenso de llamar a Javier. Entonces, como un motín,
recuerdo que el mismo hombre que llegaba a mi departamento casi corriendo ante
mi invitación y que, al yo abrir la puerta, me capturaba en un beso contra la
pared, tantas noches de piel, clavando su mirada en mis ojos, rasgándome la
piel aferrándome a él y me decía “eres la mejor, ¿por qué eres la mejor en
todo?”, tan hombre, tan masculino en su tacto brusco y suave a la vez, él,
Javier, es el mismo que luego me dijo: “sí, te quiero, pero quiero más mi
libertad”, destrozándome toda esperanza, casi sentí el sonido de mi corazón al
quebrarse, ¡maldito!, no me bastaban tus noches, yo merecía tus días también.
Es el mismo que tuvo miedo a enamorarse de mí. Cobarde.
Mis dedos
buscaron impacientes el número de Marcos. Entonces, como si se partiera el
mástil de mi barco, recuerdo que el que plasmaba poemas describiéndome como un
fruto primaveral, y me exaltaba como la protagonista de una novela milenaria,
él, Marcos, es el mismo que sólo ante mi pregunta directa me confesó que estaba
casado y tenía dos hijos, el que semana tras semana me hacía esperarlo, para
luego cancelar por alguna contingencia o panorama familiar. Sinvergüenza.
Etienne es el
mismo que nunca me pudo hacer sentir nada en la cama. Roberto es el mismo que
nunca más me invitó a salir. Villanueva es el mismo que sigue eligiendo a su
novia.
Todos los
nombres, todos los hombres, así como me deslumbraron y llevaron a sentir como
una estrella en el cielo, luego decidieron dejarme en la más absoluta
obscuridad, como un vestigio de la tempestad, casi ahogándome en la inclemencia
del oleaje, apenas arrastrándome para alcanzar la arena. Los mismo, son
exactamente los mismos.
Y,
súbitamente, como un haz de luz que se abre paso entre las nubes, la verdad, la
certeza. Ya no es autocontrol, ya no es estrategia, ahora sinceramente no los
quiero llamar. La idea de dejarles un mensaje, carnada para ver si pican, se me
hace una traición, imperdonable ultraje hacia mí misma, masoquismo,
autoflagelación. Como si yo fuera un nombre, un hombre más, otro que promete y
no cumple, otro que ama y olvida, otro que pide y no da, uno más que se acerca
tanto y luego abandona. Y ya no es culpa de ellos, ya no serían ellos los
bandidos, los piratas; si los vuelvo a llamar, si me volviera a aventurar en
esos mares, sería yo la que se expone al desprecio, al silencio, sería yo la
que voluntariamente se tiraría borda abajo, y contra toda razón, negara la
irrefutable evidencia de que no me han amado, que pueden haberme visto,
valorado, deseado, incluso apreciado, pero que no me acompañarían jamás a surcar
los océanos hasta el atardecer.
Entonces, como
un conjuro y acto de amor, apagué el celular, tomé la toalla y salí de la tina.